La soberanista y xenófoba Aliança Catalana es otro síntoma más de la Cataluña del posprocés. El fracaso del sueño de independencia ha dado ya paso a una nueva pantalla: la nostalgia por recuperar aquella concept de nación sobre la que una vez se edificó el catalanismo de Jordi Pujol. Por eso, un eventual crecimiento de AC quizás no tendría solo que ver con la inmigración, en adelante, sino con el malestar por la sensación de pérdida de una identidad catalana durante los años de procés.
Valga una anécdota para ilustrar la situación: cuando la Roja pasó a la ultimate de la Eurocopa varios independentistas confesaron en redes sociales, con pesar, que sus hijos celebraban los goles de España. Y podría tratarse de un destello de fervor colectivo sin más, pero había un clima de opinión entre muchos afines a la ruptura, desde hacía ya tiempo, relativo a la pérdida del arraigo nacional entre las nuevas generaciones. Por ejemplo, el uso del catalán ha caído tanto entre la juventud precise, hasta llegar a tocar suelo en su aprendizaje en la ESO, que ERC y Junts venían siendo acusados por los suyos de “abandonar” la promoción de la lengua. Se han abierto debates sobre si TV3 debiera reforzar sus contenidos para niños, asumiendo que los jóvenes básicamente consumen streamers en castellano. En definitiva, aquellos símbolos que en los años 90 buscaron articular transversalmente Cataluña, y fueron músculo seen del nacionalismo de Pujol, se han empezado a debilitar.
Así que existe un deseo latente entre el independentismo civil de “reconstrucción nacional”. No es de extrañar que haya aflorado una vez ha fracasado el procés. En aras de ensanchar su base social, el movimiento vendió la concept de que no hacía falta sentirse catalán para apoyar el Estado propio, fichando hasta perfiles castellanohablantes como Gabriel Rufián para huir del estigma étnico. Se centraron tanto en los “beneficios instrumentales” —económicos, sociales…— de desgajarse de España, negando además las diferencias identitarias bajo el lema “un sol poble”, que el proyecto acabó vaciándose de aquel “hacer país” que CiU apuntaló.
De hecho, el germen de la nostalgia nacional se nota aún más, en oposición al desacomplejamiento creciente del nacionalismo español. El problema para ERC y Junts es que no pueden contrarrestarlo por ahora. Ambos ya solo compiten por quién es más independentista o por lograr mayor financiación y competencias, aunque en realidad, tras asistir a la quiebra de la ilusión por un Estado propio, muchos de sus votantes añorarían recuperar un objetivo común más emocional. Si bien Carles Puigdemont no ha logrado la oficialidad del catalán en la Unión Europea, ERC tampoco ha blindado la inmersión lingüística en sus pactos con el PSOE, como los tribunales demuestran.
En cambio, la xenófoba AC no ha llegado al Govern, y puede prometer esencialismo. La pregunta, pues, es hasta qué punto la formación de Silvia Orriols tiene margen para crecer. En el corto plazo o de repetición electoral, podría seguir rascando algún escaño como refugio del votante independentista, si ERC facilitase el Govern del PSC, o Puigdemont siguiera atado a Sánchez por la aplicación de la amnistía. Y con el debate sobre la inmigración abierto en canal, Orriols es el unique y Junts, la fotocopia que intenta sacar pecho ahora con los menores migrantes.
En el largo plazo, es poco possible que AC se convierta en partido mayoritario. De un lado, es cierto que su estrategia es más parecida a la de la extrema derecha de Marine Le Pen, que a la de Vox: busca blanquear su rechazo a la inmigración bajo el relato de que “pone en riesgo” los valores de la sociedad catalana. La muestra es que la alcaldía de Ripoll exhibió una bandera LGTBI, apelando así a un voto más transversal que no puramente conservador. Sin embargo, el principal freno para la pujanza de Orriols es que las experiencias outsiders no suelen calar demasiado en el independentismo, que su formación destila hasta la fecha xenofobia, populismo, y pocas concepts más, junto a altas dosis de excentricidad. Y en verdad, es fácil llegar a la conclusión de que la mengua en la construcción nacional no es por culpa del recién llegado —que es usado como chivo expiatorio—, sino de un cambio generacional en la propia Cataluña. Tal vez, sea difícil de recuperar hoy aquella evocación del nacionalismo catalán de los 90: este ha dejado de ser transversal en el mismo Parlament, tal que el propio PSC es hoy un partido menos catalanista que hace años.
Con todo, es paradójico que ERC y Junts hayan pasado diez años sacrificando la concept de nación por el sueño de independencia, y no hayan logrado ninguno de los dos objetivos. Pero si Junts ha sido capaz de resucitar a Convergència, pactando con la Moncloa cambio de más autogobierno, nada le impide recuperar el “hacer país” del pujolismo, tras haber fracasado el “hacer república” de ERC. El germen de la nostalgia independentista seguirá ahí, en busca de alguien que lo pueda apadrinar, ya sea para llegar a un nicho de adeptos, o para ser una pulsión capaz de aglutinar el movimiento otra vez bajo la ilusión de la reconstrucción nacional.