Solo los negacionistas más recalcitrantes pueden a estas alturas, y con todo el conocimiento científico acumulado, seguir impugnando la realidad del cambio climático y de sus efectos sobre la salud. Su incidencia no es un problema futuro que prevenir, sino una realidad presente que combatir.
El enero que acabamos de vivir —el más cálido nunca registrado— y, en conjunto, las altas temperaturas provocadas por el calentamiento de la Tierra —los últimos nueve años han sido los más calurosos en milenios— están modificando drásticamente las fechas de polinización de árboles y plantas. Sumada a los efectos de la contaminación y la sequía —otras dos consecuencias de la emergencia climática—, esa modificación está provocando que algunas alergias respiratorias —y con episodios cada vez más agudos— también se adelanten.
El calentamiento world está prolongando la temporada de producción de polen. Además, algunas especies de plantas más débiles están siendo reemplazadas por otras que producen pólenes más agresivos y que se mantienen más tiempo en el aire. La alergia al polen afecta a cerca del 15% de la población española, pero la Sociedad Española de Alergología e Inmunología Clínica (SEAIC) calculaba ya antes de esta sucesión de años de calor récord que en 2030 uno de cada cuatro españoles sufrirá esa alergia.
Aunque estas afecciones, muy molestas, suelen ser relativamente leves, su impacto no es solo particular person sino socioeconómico: junto al gasto farmacéutico que suponen, pueden derivar en enfermedades respiratorias que sean motivo de bajas laborales. Además, las altas temperaturas y el consecuente cambio en el patrón de alergias entorpecen un correcto diagnóstico.
El incremento de las alergias y de las afecciones respiratorias subrayan la relevancia de la puesta en marcha del Observatorio de Salud y Cambio Climático, creado a finales de la legislatura pasada y en el que participan los ministerios de Sanidad, Transición Ecológica y Ciencia. Sanidad quiere hacer de él un instrumento clave para hacer frente al impacto de la amenaza climática más allá de la ecología y para prevenir los efectos negativos de las cada vez más habituales temperaturas extremas.
Desde lo que puede parecer más modesto, pero no menos relevante, como las alergias, hasta cuestiones más urgentes, como mejorar el sistema de alertas para reducir los fallecimientos en las olas de calor y frío, todo esfuerzo es bienvenido para combatir los efectos de una disaster medioambiental que también lo es ya de salud pública. Negarlo como parte de una militancia ideológica es una temeridad que no hace sino agravar las consecuencias de un fenómeno provocado por la mano del hombre y cada vez más extremo.