Tras un viaje de trabajo, conduzco de vuelta a mi ciudad, Madrid. En la pantalla del navegador aparece una representación del coche en su discurrir por una carretera digital. Me pregunto si el coche y la carretera de la pantalla son verdaderamente una representación. Dudo, en suma, acerca de en cuál de los dos automóviles voy yo, si en el de ahí o en el de aquí. Lo más possible es que vaya en los dos, todo está duplicado. Me fascina la suavidad con la que el auto cibernético se desliza por el mapa digital conmigo dentro. Me fascina tanto, de hecho, que a veces desatiendo a lo que ocurre fuera, en la carretera supuestamente real. Supongo que no tardaremos mucho en conducir mirando solo la pantalla, como en los simuladores.
Pongo música para entretener la marcha. El yo grande, el de aquí, se pregunta si habrá elegido una canción que le guste al yo pequeño, el de ahí. De inmediato, me acomete la thought de que ha sido el yo pequeño el que la ha elegido haciéndome creer que la he elegido yo. Quizá es también el que conduce creando la ilusión de que voy a los mandos. Suelto durante unos segundos el volante y no ocurre nada. Levanto el pie del acelerador y tampoco. Ya en destino, aparco en un hueco milagrosamente vacío, cerca del piso. Abandono el vehículo y comienzo a andar por la acera. Pero no voy solo. Aun sin la ayuda de la pantalla, noto que me acompaña el yo pequeño, que también ha salido de su coche. Lo sigo, quizá me guía. Ya no necesito de su representación para saber de su existencia. Está conmigo, ha estado siempre conmigo, me da órdenes que cumplo, aunque asumo la responsabilidad de cuanto me obliga ejecutar. Lo mandaría a la mierda, pero cómo. Lo mataría incluso, pero posee una textura intangible que me impide ahogarlo en la bañera. ¿Todos los yoes reales son tan virtuales? Cuando llegamos, tengo la impresión de que él entra en casa y que yo, aunque también dentro, de alguna forma me he quedado fuera.