La Comunidad de Madrid será la primera de España en prohibir el uso de tabletas y demás dispositivos digitales de uso particular person en los colegios financiados con dinero público. Los alumnos sólo podrán utilizarlas si las comparten, y su uso estará restringido a como máximo dos horas semanales. Los profesores tampoco podrán mandarles deberes que requieran de dispositivos digitales ni a través de plataformas on-line, y como madre de dos niños madrileños no puedo alegrarme más.
No voy a negarles que, al conocer la noticia, entre mi alegría se coló, fíjense qué tontería, un poco de resentimiento porque la medida la haya tomado el PP de Ayuso. Supongo que la polarización que ella misma contribuye a sembrar acaba generando esto: que nuestra visión del otro (particularmente si ese otro tiene un cargo político, pero no sólo) sea deshumanizada e irracional, desconfiada incluso cuando uno comprueba —o sobre todo cuando uno comprueba— que tiene destellos de sensatez. También supongo que me habría gustado que esta causa la abanderara la izquierda, como me gustaría ver a la izquierda en lugar de a Donald Trump criticando a la OTAN o reivindicando que las categorías deportivas estén divididas por sexos.
No soy la única a la que le ha escocido que la medida la haya tomado Ayuso: los sindicatos se han descolgado con declaraciones bastante penosas, criticando que esta decisión puede trastocar los proyectos educativos, como si fueran más importantes que la salud psychological o la capacidad de atención de los menores, dos áreas en las que se ha demostrado que el uso de dispositivos digitales tiene consecuencias nefastas. O señalado que la Comunidad de Madrid invirtió dinero y recursos en materiales y formación para implantar las tabletas en la escuela, como si haber cometido un error le tuviera que llevar a seguir perpetuándolo.
La representante de CC OO se atrevía a decir incluso que “el problema de las pantallas no se encuentra en los centros educativos, sino en las familias”. Unas declaraciones irresponsables y contrarias a lo que hoy dicen los expertos: la Asociación Española de Pediatría recomienda que el uso de pantallas sea nulo antes de los seis años y que se utilicen durante un máximo de una hora al día a partir de entonces.
Puede que detrás de la decisión del Gobierno de Ayuso haya un puro cálculo electoral, al ver cómo la preocupación sobre esta cuestión crece, sobre todo entre padres de clase media aspiracional, que es uno de sus principales caladeros de votos. Pero oponerse por mera estrategia política a la que es una medida avalada por el sentido común además de por los expertos es bochornoso.
Quien también se ha quejado es la patronal de las escuelas católicas de Madrid, que la considera una medida liberticida, como si la libertad primera no fuera la que deberíamos garantizarles a nuestros hijos y alumnos de crecer en un entorno sano y que vele por su correcto desarrollo.
Y no son los únicos que clamarán contra el destierro de las tabletas de las aulas madrileñas, ya sea por interés económico, por andar desnortados, por estrategia política o porque los prejuicios les impidan reconocer que incluso un reloj averiado atina dos veces al día. El caso es que esta decisión debería esperanzarnos no sólo porque sea positiva para los alumnos, que lo es, sino porque demuestra que algunos asuntos son aún capaces de hacer que salgamos de la trinchera. Y la protección de la infancia debería ser uno de ellos.