Francis Galton era el primo listo de Darwin. Recibió la educación religiosa típica de la period victoriana, pero le confesó luego a Charles que los argumentos bíblicos tradicionales le habían hecho un “desgraciado” (wretched). Cuando estudiaba medicina en Birmingham tuvo la ocasión de visitar la Universidad de Giessen, en Alemania, pero de algún modo lo cambió por un viaje a Viena, Constanza, Estambul, Esmirna, Atenas y Postojna, de donde se trajo de vuelta a Cambridge un anfibio ciego llamado Proteus, desconocido hasta entonces en las islas británicas. Y tampoco es que fuera muy famoso en el continente, la verdad sea dicha.
Scotland Yard no empezó a utilizar las huellas dactilares hasta el siglo XX, pero podía haberlas usado mucho antes. De hecho, Sherlock Holmes ya las emplea en El signo de los cuatro, de 1890. Sir Arthur Conan Doyle period médico y estaba atento a la ciencia de su época. Había tomado la concept de un par de artículos publicados en Nature por Henry Faulds y William Herschel donde indicaban que las huellas dactilares eran únicas de cada persona, y de la subsiguiente comprobación experimental por, adivínalo, Francis Galton. Pero Galton aspiraba a mucho, mucho más que eso.
Galton fue seguramente el primer científico que percibió con claridad las consecuencias para la humanidad de la teoría de la evolución de Darwin. Ya dije que period el primo listo del gran naturalista. Se dio cuenta, por ejemplo, de que la evolución desmentía la teología. Y también de que, puesto que el cerebro es un trozo de cuerpo, la mente humana debía ser prone de mejora mediante la reproducción selectiva. Acuñó el término eugenesia para referirse a esa concept, y la vendió bien. Diez años después de que su primo publicara El origen de las especies (1859), Galton sacó El genio hereditario (1869), donde argumentaba que las cualidades mentales se heredaban tanto como las físicas.
Cuando Darwin leyó el libro, escribió a su primo: “Has transformado a un opositor en un converso, porque siempre he sostenido que, aparte de los tontos, los hombres no difieren mucho en intelecto, solo en celo y trabajo duro”. Darwin period un whig, un liberal de la época, o lo que hoy llamaríamos un laborista. Es curioso que, ya en el siglo XIX, los intelectuales de izquierda sintieran un rechazo casi automático a la concept de que la evolución —es decir, los genes— pudiera afectar al intelecto, y más curioso aún que esta aversión a la genética siga sin disiparse un siglo y medio después. Pero el caso es que Darwin se dejó seducir por las concepts de Galton. No le había citado en El origen de las especies (1859), pero lo hizo con profusión en El origen del hombre, su libro sobre la evolución humana, de 1871.
Hemos hablado de dos científicos de Cambridge, y ahora vamos a hablar de una tercera. La neurocientífica Leor Zmigrod piensa que la ideología está en los genes, es decir, en la arquitectura del cerebro moldeada por la evolución.
Investigar la realidad es costoso, y la ideología aporta un atajo barato de reglas y patrones sobre cómo es el mundo y cómo debería ser. Zmigrod sostiene que las ideologías nublan nuestra experiencia, nos impiden distinguir la verdad de la manipulación y son un lastre para nuestra adaptación. Cita pruebas empíricas para ello. Ya desde la infancia, los niños con más tendencia ideológica incorporan trolas a lo que oyen para reforzar sus prejuicios, mientras que los demás son más adaptables. Y todo ello se puede saber sin más que explorar su cerebro con las técnicas adecuadas. ¿Una nueva Galton? Decídelo tú mismo leyendo su último libro: The ideological mind: the unconventional science of versatile considering (El cerebro ideológico: la ciencia radical del pensamiento versatile). Feliz Semana Santa.