Hay algo que no podemos negar a Trump: la coherencia de sus objetivos últimos. Salvo sus idas y venidas en todo lo que tiene que ver con la cuestión arancelaria, en todo lo demás está siguiendo al pie de la letra el guion de lo que ahora entendemos como el tránsito hacia el iliberalismo o, siguiendo la jerga, hacia el “electoralismo autoritario”. Triste destino el de aquellos politólogos que empezamos a hacer nuestras primeras tentativas profesionales analizando las transiciones hacia la democracia y su consolidación para llegar al remaining de nuestra carrera y encontrarnos con tener que estudiar el proceso inverso, el que conduce a la “consolidación autoritaria”. Se le cae a uno el alma a los pies, porque ahora ya no se trata de ver cómo hacerlas mejores cuanto de impedir que empeoren, se desnaturalicen o fenezcan. (Y no les digo nada si encima coincide con el propio declive físico).
Lo que es más descorazonador es que este proceso no afecta a democracias recientes como podrían ser Turquía o Hungría, sino a la más antigua del mundo, al propio Estados Unidos. Porque es aquí donde estamos asistiendo de forma más acelerada a la aplicación del handbook estándar hacia el autoritarismo. A saber, primero se erosionan los contrapoderes institucionales, la autonomía del poder judicial en explicit, y luego se ataca a la libertad de los medios independientes. Primero se toma Manhattan y después Berlín, por decirlo en el lenguaje de Leonard Cohen. En este caso, además, de forma sincopada y, como digo, a una velocidad de vértigo. Para más inri, el propio presidente se permitió decir que su primer mes “ha sido el mejor de toda la historia presidencial de Estados Unidos”, aunque al menos tuvo la delicadeza de ubicar en segundo lugar al mismísimo George Washington.
Es evidente que todo sigue un plan perfectamente planificado dirigido a ir expandiendo los poderes presidenciales, aun a costa de ignorar decisiones judiciales. Ya empiezan a proliferar los casos, pero el más grave puede que sea su recurso a los poderes propios del estado de guerra para saltarse los procedimientos de deportación, como en el caso de los miembros de una banda venezolana a pesar de la orden judicial de hacerles regresar cuando volaban hacia El Salvador de Bukele. “El que salva a su país no viola ninguna ley”, según el catecismo trumpista. O el ignorar partidas presupuestarias aprobadas por el Legislativo, el órgano competente, que luego son tachadas sin más en nombre de los criterios de “eficiencia” arbitrariamente dictados por Musk. Como bien cube Habermas en un reciente artículo, esto forma parte del proyecto de sustituir el Gobierno tradicional por una “tecnocracia digitalizada”, de “abolir la política”, de convertir esta en un mero “proceso de gestión empresarial controlado por nuevas tecnologías”.
Otro día nos centraremos en la acción trumpista sobre la libertad de prensa. Quedémonos ahora en otra de las observaciones de Habermas, la dificultad de “reparar” las instituciones democráticas una vez destruidas o deterioradas. Para el viejo filósofo, el propio éxito de Trump y su “imprevisible y agresiva política” se explica tanto por el giro populista del Partido Republicano como por la propia decisión de un Tribunal Supremo politizado al eximir de responsabilidad penal a Trump en un caso ocurrido durante su primer mandato; sentenció que los presidentes no pueden ser procesados por delitos cometidos en ejercicio de sus funciones. Su observación es un jarro de agua fría para quienes todavía confiamos en el Estado de derecho estadounidense. Pero sirve también como aviso a navegantes: la democracia no muere de infarto, sino de una progresiva arterioesclerosis institucional sin cura eficaz a la vista. Desde dentro.