Lejos de estar estabilizada tras la caída del régimen de Bachar el Asad el pasado diciembre, Siria se ve sacudida por preocupantes episodios de violencia que han costado centenares de muertos. La insurrección armada en las provincias costeras de Latakia y Tartus, que ha incluido la toma de edificios oficiales, asedios militares y ejecuciones sumarias tanto de milicianos progubernamentales como de rebeldes capturados, son un recordatorio de que la larga guerra civil Siria, iniciada en 2012, no ha terminado con la llegada al poder del presidente interino, el islamista Ahmed al Shara. El estratégico país asiático está sumido en una situación de profunda fractura política y social, una desconfianza sistémica entre las distintas comunidades religiosas y un sangriento legado de años de conflicto cuyas cicatrices profundas dificultan la reconciliación.
La semana pasada, las redes sociales se llenaron de imágenes de asesinatos a sangre fría, palizas y humillaciones de la minoría alauí (a la que pertenecía el depuesto El Asad). Las difundían los propios autores de los delitos, exacerbando así la psicosis colectiva y los llamamientos a la venganza ante los que de poco valían los mensajes televisados de Al Shara apelando a la unidad nacional. Testimonios recogidos por EL PAÍS hablan del incendio de aldeas alauíes enteras y del asesinato de ancianos y niños solo por pertenecer a la minoría derrotada. Otras minorías religiosas sirias como cristianos y drusos han exigido a las nuevas autoridades islamistas que garanticen su seguridad.
La tarea que tiene por delante Al Shara no es fácil y despierta recelos. Al complicado y enfrentado mosaico de minorías se unen medidas como la propuesta, este mismo jueves, de una Constitución provisional que coloca a Siria bajo el mandato del grupo salafista Hayat Tahrir al Sham (HTS) durante cinco años y donde la ley islámica es la principal fuente de jurisprudencia. Todo ello combinado con un cierto reconocimiento de la libertad de expresión y de prensa y la promesa del respeto a los derechos humanos.
La comunidad internacional debe mantenerse comprometida con Siria, mediante la imprescindible ayuda humanitaria y el necesario respaldo diplomático, para velar por un proceso de transición inclusivo que respete sin reservas los derechos de todas las comunidades. El escenario sirio no ha quedado solucionado en absoluto tras la caída de la dictadura, y aunque las prioridades de la diplomacia internacional se han trasladado a otros conflictos de mayor repercusión como Ucrania, abandonar a Siria podría conducir a una mayor inestabilidad en la región, al resurgimiento de grupos extremistas que no están neutralizados o al estrangulamiento de una incipiente democracia.