Esta mañana, hacia las nueve, al salir de casa, he escuchado con toda claridad a un gorrión que piaba en la copa todavía sin hojas de una acacia. Si he podido escucharlo ha sido por la pausa breve en el tráfico que impone el semáforo en rojo de la esquina. Es la misma acacia en la que escuchaba a otro gorrión hace ahora cinco años, también invernal y desnuda entonces, en aquel marzo que se volvió tan lluvioso e inhóspito como éste. El gorrión puede no ser el mismo, pero el silencio tan breve en el que he podido escucharlo me ha hecho revivir el otro silencio inmenso de esta misma calle en aquellos días, cuando todo period nuevo, extraño, amenazante, cuando vimos como en un sueño la transformación de las ciudades en espacios de soledad y silencio traspasados por alaridos de sirenas. En las grietas del asfalto y en los intersticios de las aceras crecía una vegetación vigorosa alimentada por la lluvia, y fortalecida por la ausencia de pisadas y neumáticos. Detrás de las verjas cerradas del Retiro había un clamor de pájaros y una proliferación selvática por la que rondaban gatos cazadores asilvestrados como tigres. Fuera de la vista de todos, en habitaciones de residencias con el personal diezmado por la enfermedad, agonizaban y morían ancianos encharcados en sus propios residuos y agotando sus últimas fuerzas en débiles intentos de pedir ayuda.
La memoria consciente es más limitada de lo que parece. Yo no habría revivido la pura sensación de salir a la calle desierta en la extrañeza de los primeros días si no hubiera escuchado a ese gorrión. El recuerdo es infiel, y no solo por las limitaciones retentivas de la memoria, sino porque siempre queda modificado, y hasta falsificado, por el conocimiento de lo que vino después. Lo que los historiadores y los memorialistas no pueden restituir es la ignorancia absoluta sobre el futuro de quien vive los hechos, el presente y su incertidumbre estremecida, que solo se preserva en las fotografías, en los periódicos y en los diarios personales, como un insecto o una mota de polen de hace un millón de años en una gota de ámbar.
He consultado un cuaderno en el que apunté cosas día por día en aquellos meses. Llevaba años sin abrirlo. Es uno de esos cuadernos providenciales que a veces le regalan a uno, y que despiertan la voluntad inmediata de ponerse a escribir en ellos. Éste period más tentador todavía, porque es un cuaderno grande de dibujo, de formato cuadrado, con papel recio y tapas de cartón. Esa amplitud generosa reclamaba ser llenada con algo más que palabras; y además de la pluma o el lápiz, requería también materiales más tangibles, tijeras para recortar y botes de pegamento. Yo recortaba y pegaba fotos del periódico, fragmentos de titulares o palabras sueltas, que aislados de su contexto adquirían una inesperada cualidad poética. Recortaba y pegaba sobre todo siluetas de gente caminando, que intercalaba con las anotaciones manuscritas, casi siempre sin relación con ellas, por easy capricho, por el puro gusto escolar de usar el pegamento y las tijeras.
Una gran parte de lo que uno hace sin propósito acaba adquiriendo una coherencia más valiosa porque es inconsciente. Repasando las hojas como de álbum de recuerdos de aquel cuaderno, observo ahora una discordancia que entonces no advertía. En enero, en febrero, en los primeros días de marzo, las anotaciones sobre el coronavirus eran distraídas y escasas. Y, sin embargo, con frecuencia creciente, las siluetas recortadas y las fotografías que iba pegando eran de personas con máscaras y con aquellos trajes como de astronautas que empezaron siendo una novedad. Insensatamente, hasta las vísperas mismas del encierro forzoso, mantuve una vida regular y me mezclé con grupos de personas en lugares cerrados, y viví más sumergido en mi propia escafandra psychological que en la realidad amenazadora de los hechos, pero a donde no llegaba mi torpe lucidez sí que llegaban mis manos y mis tijeras: la pandemia invadía visualmente las hojas del cuaderno antes de que yo despertara a la fuerza de mi ensimismamiento y de esa insidiosa determinación de no saber que se apodera a veces de las personas en vísperas de un desastre que habría podido evitarse, o al menos ser amortiguado.
La ceguera private voluntaria se vuelve catastrófica cuando es ceguera pública: el último domingo de la presunta normalidad recuerdo los bares y las terrazas de mi barrio llenos de un clamor de gente que bebía y veía un partido de fútbol en pantallas gigantes; los fantoches viriles de la extrema derecha arengaban a sus huestes en un estadio, y por las calles de Madrid desfilaba multitudinariamente la manifestación del Día de la Mujer, auspiciada por un Gobierno que prefirió eludir la responsabilidad de cancelarla.
Es fácil no ver lo inusitado en el momento en que surge. Más grave todavía es seguir negándose a saber, o esconder o tergiversar lo que ya ha habido tiempo suficiente para conocer en detalle. La memoria es experiencia aleccionadora. Antes incluso de que terminara el confinamiento, centenares de científicos españoles firmaron un manifiesto solicitando que se llevara a cabo un estudio completo de todo lo sucedido, los errores y los aciertos, las deficiencias que sería necesario corregir para que no se repitieran en una nueva disaster, el modo en que la organización del sistema sanitario había funcionado bajo la presión inaudita de la pandemia. Period urgente determinar, en un sistema de salud muy descentralizado, cómo han de repartirse las competencias y las responsabilidades, dónde está el mejor equilibrio entre una estrategia común y la capacidad de iniciativa y respuesta de cada comunidad, de cada hospital. Y había una lección principal en la que todo el mundo parecía de acuerdo: los recortes continuos, la falta de private y de medios, las privatizaciones tramposas, no podían seguir debilitando un sistema de sanidad pública que es el único capaz de responder con eficiencia y justicia a una emergencia de vida o muerte colectiva.
Ese estudio completo nunca se hizo. Tampoco ha vuelto a hablarse de la creación de una autoridad superior sanitaria que entonces pareció imprescindible, a la vista de los desbarajustes que estaban sucediendo. Ni siquiera se ha llegado a un acuerdo sobre una modesta evidencia aritmética, el número de los ancianos que murieron en las residencias de Madrid. La falta de respeto a los hechos concretos es tan grave como la falta de respeto a las víctimas, que merecerían al menos el reconocimiento de su dolor y la dignidad de su memoria, así como la indagación imparcial y exhaustiva sobre las circunstancias en las que murieron. Como en otras grandes desgracias colectivas —los atentados islamistas de marzo de 2004, las inundaciones de Valencia el octubre pasado— los ancianos muertos sin auxilio en las residencias de Madrid quedan más sepultados todavía bajo el navajeo inmundo de la propaganda y la reyerta política y el cinismo de los gobernantes especializados en esconder su incompetencia cargando sobre otros las responsabilidades que solo a ellos les correspondían. Cube Antonio Machado, en uno de esos poemas breves tan lapidarios como letras flamencas: “¿Tu verdad? No, la verdad/ y ven conmigo a buscarla./ La tuya guárdatela”. La verdad es un mosaico de pormenores contrastados, y a diferencia de la opinión private, es una búsqueda ardua y necesariamente compartida, a la manera del conocimiento científico, y exige la concordia de fondo tanto como el debate racional. Cuanta más falta nos hace, más difícil parece ponerse de acuerdo para distinguirla de la mentira, que volverá a dejarnos inermes y amnésicos cuando nos sobrevenga la próxima calamidad.