Llega Daniel Guzmán (Madrid, 51 años) como un torbellino a la entrevista y se irá como un huracán a otro encuentro. Su tercera película como director y guionista, La deuda, que también coproduce y coprotagoniza, inaugura este viernes la 28ª edición del festival de Málaga, y la charla tiene lugar a cuatro días de la proyección, con el cineasta rematando la copia que llevará a la ciudad andaluza. En realidad, maneja el mismo ritmo taquicárdico que su thriller, en el que el protagonista, Lucas, un tipo de casi 50 años, batalla en varias pistas: vive con una anciana en un piso del que les van a desahuciar, busca el dinero que les salve y de manera indirecta comete un asesinato por el que va a entrar en prisión. A contrarreloj, brega por solucionar todos los problemas embarrándose aún más en un incesante callejeo por un Madrid de barrio desabrido y frío.
Con un té en la mano, Guzmán, primero actor y posteriormente ganador de dos premios Goya como director, habla del sufrimiento que conlleva sacar adelante una película de cinco millones de euros de presupuesto y con 68 localizaciones (en un filme de autor, suelen ser la mitad). Con todo, explica: “No me gusta la autocompasión. Yo he venido aquí a jugar y hay una serie de reglas de juego y de riesgos que tengo que superar. ¿Que es difícil levantar y realizar una película como esta? Obviamente, es una película con gran riesgo, y no lo volveré a asumir, pero no voy de víctima. Hago el cine que me gusta, soy independiente, asumo esos peligros. Y si no, rodaría encargos y otro tipo de filmes”.
Pero, ¿nunca se planteó ceder el papel protagonista o la dirección, abandonar su papel de hombre-orquesta? “Bueno, la historia parte de mis experiencias con mi abuela y de lo que vi en un centro de salud. Al closing todas las películas que hago nacen de vivencias propias, y claro, las conozco tanto, que me lanzo. Eso sí, hago pruebas, ensayo y trabajo mucho en una especie de laboratorios con mis compañeros de reparto”. Encima, contaba con una mujer mayor, Rosario García, que salía todas las mañanas de su residencia para filmar. “A Charo había que cuidarla y, como es obvio, por su edad trabajaba solo unas horas. Ha sido….”. Guzmán cabecea y piensa. “… complejo. Paso del victimismo”.
Guzmán llega al corazón de la película, la culpa. Y su personaje carga con distintas culpas, que confronta con la gente con la que se cruza —papeles interpretados por actores de carácter y prestigio como Susana Abaitua, una desoladora Itziar Ituño, Mona Martínez o Luis Tosar— y a los que involucra. “Todos son ecos de distintos aspectos de mi personalidad, de sentimientos que me albergan, como mi relación con mi abuela, que alimentó A cambio de nada. Cierro un círculo, probablemente en un sentido más private… Aunque es cierto que me despido de un personaje que hila la trilogía de A cambio de nada y Canallas. Por eso lo mismo lo encarno yo; me dije: ‘Este personaje lo conozco, sé cómo lo voy a defender y a conectarle con el público”.
El cineasta va verbalizando materials emocional que ha ido larvando en su cerebro desde hace meses. “Es la primera entrevista que hago, estoy encontrando las palabras. Por ejemplo, ¿es La deuda una película social? Puede, porque un motor narrativo es la gentrificación. ¿Que se hunde en la culpa? Sí. ¿Habla sobre la gente que se busca la vida en la calle? Sí, y nos ponemos en su lugar antes que criminalizarles. Pero, sobre todo, para mí es una historia de amor entre dos personajes de diferentes generaciones y de los que ni siquiera sabemos qué relación les une”.
El director se ríe cuando se compara su libertad creativa con la del personaje: “Puede ser bueno o malo, claro. Piensa en la pelota de Match Level, de Woody Allen. La pelota golpea en la cinta de la pink y cae a veces en campo rival y ganas y a veces en tu propia cancha y pierdes. O en el crimen: puede salir bien, puede que acabe en la cárcel. Me pasa haciendo cine, y le pasa a Lucas”.

Guzmán prosigue: “A mí la culpa me parece un motor cinematográfico buenísimo, porque en su concepción judeocristiana nos paraliza y nos hace sentir víctimas de nosotros mismos. Y es horrible. No nos perdonamos, no nos aceptamos. La culpa atañe también a esa concept de la meritocracia, de que las personas son lo que quieran ser. Ni mucho menos, las personas son lo que pueden ser. La culpa es otra herramienta de sometimiento del private, especialmente de la sociedad patriarcal. Y tenemos que cometer errores y aceptarlos para madurar; aunque desde la aceptación, no desde la penitencia cristiana”. Todo eso, y en distintas vertientes, muestra en sus relaciones el Lucas-Daniel de la película.
Y por eso, sus referentes son cineastas urdidores de thrillers o de otros géneros con rasgos de retrato social, y que juegan con esa carta de la culpa, aunque pasándola por otro tamiz religioso. “Mira lo que hace Asghar Farhadi o, sobre todo, Thomas Vinterberg en películas como Celebración, La caza u Otra ronda. ¿De qué hablan? De culpas. Y sin embargo, ¡cómo sorprenden al público! ¡Y cómo ruedan!”.

Antes de la despedida, una última reflexión: la calle. Guzmán creció en Aluche, un barrio obrero de Madrid fuera de la almendra de la M-30. De adolescente se hizo un nombre como grafitero (period Tifón). La calle aún quema en su inside. Y en La deuda, Lucas camina por aceras tumultuosas, acelera su devenir por manzanas y manzanas de bloques con fachadas de ladrillo visto. “¡Es que es donde ocurren las historias! Si te quedas dentro de casa, no hagas cine. En cuanto pisas la calle, pasa de todo”. Y a ella se lanza.