El inmigrante que llegue hoy a Cataluña se va a encontrar con una situación esquizofrénica. Las autoridades que expedirán su permiso de residencia y trabajo serán “españolas”, se encontrará con funcionarios estatales que le hablarán en castellano. Luego, dependiendo del barrio o el pueblo en el que aterrice, vivirá en un entorno castellanohablante o catalanohablante, aunque casi siempre será bilingüe. Tanto si aprende catalán como si no, a él le hablarán siempre en la lengua de Cervantes y puede llegar a la conclusión de que la de Espriu es una especie de código secreto que los autóctonos se guardan para sí y no comparten con nadie de fuera. Si tiene hijos descubrirá que la educación es en la “lengua propia” pero de nuevo cuando salgan del aula, aunque se sepan de pe a pa todas las combinaciones de pronoms febles, se encontrarán con que los catalanohablantes de nacimiento se les dirigirán en castellano, muy despacio y gritando, porque a pesar de que la inmersión hace décadas que existe, muchos de sus vecinos de ocho apellidos siguen sin tenerlo en cuenta y se sorprenden cada vez que algún chico más moreno les habla con perfecto acento de Girona. Lo mirarán como se mira una especie rara, un Copito de Nieve, y le felicitarán por lo bien que hablan una lengua que, en realidad, aprende en la escuela como todos. Por no mencionar a los adoptados o los hijos de parejas mixtas a quienes también se felicita por hablar la lengua de sus propios padres. La alabanza contiene un mensaje implícito: has escogido bien, te has integrado com cal. Si el chaval en cuestión aterriza en un barrio de mayoría castellanohablante, todos sus compañeros lo son y tiene pocas oportunidades de practicar el idioma escolar, será que ha escogido mal.