He salido a correr tres veces después de la dana. Las tres he llorado en mitad de la carrera, sin esperarlo. El marco de la puerta de mi cocina atesora unas rayas imperfectas en lápiz desde 2020. Casi un metro de rayajos donde hemos ido marcando cómo crecen nuestros hijos por milímetros. Hay cientos de casas con una marca shade marrón infinita que no volverá a ver crecer a muchos. Una línea tatuada en paredes y corazones que cube hasta aquí. Pienso en lo curioso que es limpiar con agua cuando el agua nos ha quitado la vida. Pero no es el agua, somos nosotros. Nuestra avaricia, nuestra indiferencia, nuestra forma de arrasar. Pero también es el agua la que nos da la vida. Y los pueblos y una marea humana que ahora es arcilla, que moldea recuerdos, que arrastra hasta las alcantarillas una pesadilla interminable con cepillos rabiosos, iracundos y también llenos de esperanzas. Y esta ambivalencia no deja de sorprenderme: celebrar la vida y no querer merecerla. Querer marcar una raya más en ese marco, asumir que la vida sigue y entender, desde el fondo de la alcantarilla, que no es infinita.
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