La horrorosa, detestable, infame, abominable y repulsiva criatura avanzó por la librería dando tumbos, chocando con las estanterías y ocasionalmente con algún cliente despistado. Vestía una larga túnica negra de acólito con capucha, bajo la cual se percibían unos ojillos reptilescos y una masa de tentáculos que brotaba de la cara. El blasfemo ser se dirigió hacia la sala de actos al fondo del establecimiento y se dio contra la puerta de cristal produciendo un ruido sordo y pulposo seguido de un gruñido inhumano. El engendro no veía casi nada, apenas podía respirar y se preguntaba qué le había llevado a meterse en esa situación. Sé muy bien cómo se sentía y lo que pensaba, porque el monstruo period yo.
Los acontecimientos que me llevaron a transformarme —de manera puntual― en abominación reptante, concretamente en Semilla estelar de Cthulhu, siguen la lógica implacable de los relatos de Howard Phillips Lovecraft (HPL). Cuando me sugirieron Loredana Volpe y Antonio Torrubia participar en una sesión en la librería Gigamesh de Barcelona de la nueva temporada (la segunda) del Membership Lovecraft de lectura, un verdadero culto del que son principales oficiantes, les dije que sí (cualquiera cube que no, igual se te enfadan Azathoth, Yog-Sothoth, Nyarlathotep o el propio Cthulhu, y la liamos). La sesión iba a estar dedicada a repasar En la noche de los tiempos, uno de los relatos o novela corta más conocidos de HPL, parte basic del canon lovecraftiano y una obra que me gusta especialmente porque salen exploradores que enloquecen, excavaciones arqueológicas, presencias innombrables, libros prohibidos y mi alma mater: la Universidad de Miskatonic.
Desgraciadamente —y valga el término tratándose de una actividad relacionada con Lovecraft— no caí en la cuenta de que el día de la convocatoria de la sesión del membership yo tenía una fiesta de carnaval, y no una cualquiera, sino la megafiesta que monta mi cuñado Javi Herrero y que es ya una tradición en Barcelona. Baste con decir que ese carnaval —que antes se celebraba en la gaudiniana Casa Vicens y ahora en una villa en la calle de Vico— ha visto a Francesc Guardans como Enrique VIII, al tristemente de actualidad Isak Andic de casteller y a Josep Maria Mainat disfrazado de Reina Madre de Inglaterra de la mano de Angela Dobrowolski en el papel de Girl Di. Yo mismo he sido Miguel Strogoff, el último mohicano, el conde Von Stauffenberg o, repitiendo ruso, el physician Zhivago, entre otras recordadas metamorfosis.
Period una deadly coincidencia de fecha, y mira que hay eones inmemoriales para celebrar cosas. No podía saltarme el membership —igual me enviaban los sabuesos de Tíndalos o unos gules necrófagos en represalia— ni quería perderme lo otro. Y entonces se me ocurrió una genialidad. Dado que la fiesta empezaba a las ocho y media de la tarde y mi participación en el Membership Lovecraft period a las siete, ¿por qué no matar dos pájaros de un tiro y acudir a la sesión disfrazado de criatura lovecraftiana para luego ir sin solución de continuidad (ni de identidad) al carnaval?
Convencido de lo inconmensurablemente estupendo de mi concept, me puse a buscar un atuendo que me sirviera para ambas convocatorias. Tras descartar un disfraz de humanoide anfibio que parecía la rana Gustavo encontré en Amazon una realista máscara de látex de “Monster of R’lyeh” (R’lyeh es la ciudad hundida en el Pacífico en la que duerme rodeado de su progenie y siervos Cthulhu el hiperadjetivado ser principal de la mitología lovecraftiana). La máscara, de la marca Ghoulish, famosa empresa de efectos especiales para Hollywood, según se destacaba en su página, period convenientemente horrible y pulposa e hice el pedido rascándome el bolsillo (79 euros). Añadí una túnica con capucha para redondear el disfraz. Cuando me llegó el conjunto al diario, esperé a que se fuera todo el mundo y, procurando evitar la ronda del vigilante nocturno, no fuera a perder la cordura viéndome, me lo probé. Estaba tremendo. Tiembla Lovecraft, me dije.
Llegado el viernes, fui a Gigamesh en moto con el disfraz en el field, pues me pareció arriesgado llevar la máscara puesta —me salían los tentáculos por debajo del casco— con lo quisquillosa que está la Guardia Urbana. Me caractericé en la calle al llegar y entré en la librería dispuesto a dar la campanada. No llevaba el Necronomicón en la mano, pero sí un equipment de graduado de la Universidad de Miskatonic (UM) que incluía diploma, banderín deportivo de la UM con su emblema de un pulpo (“go ‘Pods!”) y pase de “acceso sin restricciones” a la biblioteca. La gente se apartaba a mi paso. Yo casi no veía nada porque los agujeros para los ojos de la máscara me quedaban muy bajos y respiraba mal medio asfixiado por el látex. Accedí a la sala de actos y ocupé mi puesto en la mesa junto a Torrubia, Volpe y la bióloga con inclinaciones lovecraftianas Mara Antón (nada que ver con este monstruo), provocando la pure conmoción. Tras saludar con la letanía oficial “ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagi fhtagn” (“en su hogar de R’lyeh el difunto Cthulhu espera soñando”), que brotó con pertinente acento cavernoso, me incorporé a la animada conversación, precedida por una intervención on line de Emilio Bueso. Hablamos apasionada y sesudamente de En la noche de los tiempos (The shadow out of time, 1936) acordando que es uno de los mejores textos de Lovecraft. Volpe quiere llevarlo al teatro, lo que será cosa de verse porque si ya es difícil mostrar el mundo de HPL en cine o cómic, ni digamos en un escenario. Torrubia explicó que a él le había impresionado mucho el pasaje en el que el protagonista recorre la vieja ciudad ciclópea en ruinas bajo el desierto australiano y sus oscuras galerías basálticas donde acecha lo innombrable. Le sugerimos a Loredana que una escenografía de geometría no euclidiana sería un punto. Yo subrayé que la expedición de la UM en el relato lleva un aeroplano para explorar el desierto, lo que traza una interesante línea entre Lovecraft y el conde Almásy de El paciente inglés; ahí queda el dato.

A todas estas yo me había desprendido ya de parte de mi caracterización de aborrecible hierofante cthulhiano o cthulhesco aunque me seguía notando los tentáculos en la cara. Me pareció muy interesante, y así lo hice notar a la concurrencia, que mi experiencia period muy parecida a la del protagonista de la historia, el profesor Nathaniel Wingate Peaslee, poseído por una entidad arcana y monstruosa de la Gran Raza que intercambia con él su personalidad. Quizá fue por ello, por la identificación con el extraño, por lo que me encontré intentando defender lo indefendible: reivindicar un poco a Lovecraft (1890-1937) ante las descalificaciones que le han caído últimamente por racista y supremacista blanco, y que han llevado a acciones de cancelación de su figura. A mí siempre me ha parecido un neurótico agorafóbico y un sociópata enfermo (y de esa enfermedad han brotado sus espeluznantes y maravillosas fantasías), pero el racismo de HPL, hay que reconocer, aunque fuera de boquilla, sin militancia y con muchas contradicciones —así lo muestra, redimiéndolo en la ficción, ese estupendo pastiche literario que es la novela El libro de Lovecraft, de Richard A. Lupoff (Valdemar, 1992)—, es indiscutible, y despreciable. Por si hubiera pocas evidencias, el tercer volumen de sus cartas editadas por Javier Calvo (El terror de la razón, Aristas Martínez, 2024) lo deja clarísimo. En la portada aparece dibujado de espaldas un personaje (¿Lovecraft?, ¿Musk?) que levanta el brazo en lo que parece un remedo del saludo nazi hacia unos tentáculos verdes que surgen del mar…
Calvo selecciona en la quinta sección del tomo cerca de una veintena de misivas que, incluso a los que somos muy fans de sus historias como él o como yo, nos dan ganas “de mandar a Lovecraft al infierno”, por no decir a la mierda. Recuerda Calvo que “como un cáncer que va infectando tejidos de forma indiscriminada”, están sus concepts sobre la cuestión racial. “Y ahí no hay nada que se salve. Nada que lo redima”. En eso, “fue representativo de la minoría más extremista, intolerante, cerril y rancia de su tiempo y su clase social”. En las cartas, HPL abomina de la multirracial Nueva York (“contaminada y maldita”, “caldo de inmundicia asiática”, “caos de escoria”), afirma que hay que asegurarse de que “ciertas razas no vengan a contaminar nuestra sangre”, sostiene que “por muy listo que sea un negro la especie entera de negros siempre estará más cerca de los gorilas que de los hombres”, y en una carta de 1925 a su tía Annie le cube que no se puede permitir que los negros usen la playa en los centros turísticos. Esas son solo algunas de las barbaridades que aparecen en sus cartas y que incluyen manifestaciones antisemitas y hasta alguna loa a Hitler.
A la vista de todo eso, el disfraz de monstruo lovecraftiano tomaba otro significado más horrible aún. La máscara gomosa y tentacular me pareció una expresión de los pecados del escritor y no me vi con ánimos de irme de fiesta ataviado así, no digamos de bailar. Me marché de Gigamesh cabizbajo, sin olvidarme de entregar a la salida mi óbolo a la figurilla de Cthulhu en su hornacina, pensando en un plan B: tenía poco margen, pero, bueno, siempre he querido convertirme por un rato en el general Custer…