Nunca tengo puntería con las fechas señaladas y soy alevosa en el centrifugado de los temas. No escribo columnas dóricas; escribo columnas salomónicas, no por su equidistancia, sino por su práctica del twerking. Columnas que perrean.
Cerca del 8 de marzo, intento ser transparente sin ser autoritaria —la transparencia a menudo lo es—, y dedico estas líneas a Paca Aguirre, Premio Nacional de Poesía y Premio de las Letras Españolas. Carpenoctem acaba de publicar Que planche Rosa Luxemburgo, pequeña y extravagante joya autobiográfica. Aguirre se mira desde la distancia de una tercera persona: ella fuma un cigarrillo, ella plancha, ella baja a la calle… De ella nunca se cube que escriba ni que deje de escribir. La autora abre una mirilla hacia los malhablados pensamientos de esa mujer que cuida de la tía octogenaria, restriega los quemadores —el horror—, se pilla los dedos con la camamueble. Cada pensamiento está atravesado por el asco, la mierda, el hastío, y “asuntos innobles” de la domesticidad que constituyen el centro de su existencia femenina y carecen de empaque para formar parte de la literatura. No son aventuras en los mares del Sur ni héroes guerreros. Clara Morales lo explica en el prólogo: “Me pregunto si es posible escribir mientras se planchan camisas, si el motivo por el que no se suele leer sobre planchar camisas es porque quien las plancha no puede escribir al mismo tiempo, o porque quien plancha camisas sigue sin ser considerada escritora, o porque quien plancha camisas lo que no quiere hacer en absoluto cuando consigue al fin ponerse a escribir es justamente hablar sobre la plancha que le espera”. Cuando estamos cansadas, tampoco nos apetece leer La turbina. El personaje de Aguirre se reprocha leer demasiada ciencia-ficción y no ponerse con cosas serias: he aquí una de las grandes cuestiones en torno al poder transformador de la literatura desde una perspectiva de clase y género. Desde la legitimidad simultánea de la denuncia de la alienación y del derecho a huir.
No basta con quinientas libras al año y una habitación propia. Para escribir necesitamos personas que nos cuiden. También necesitamos pisar con una pata en la tierra —cuidar, preparar caldo—, sabiendo que la literatura nos ayuda a escapar, pero también es el sitio de las realidades innominadas y de lo pequeño. Aguirre alude a la “jerarquía de los problemas”. Que se rompa una aspiradora es importante. “Los pobres, ya se sabe, no pueden perder el tiempo. Y menos si son amas de casa”. Ni existe igualdad de oportunidades ni nosotras podemos permitirnos un segundo de desidia. Las dificultades de ser mujer y de clase no privilegiada se suman a la autoexigencia, y producen ansiedad. Tristeza e insatisfacción originadas desde un profundísimo impulso important. Corazón que late a mil nadando contra corriente.
A Aguirre, antítesis de la ratita presumida, no le gusta barrer y se siente poco seductora. El marido poeta, que se gana el pan como poeta, se siente atraído por mujeres jóvenes, mientras ella es trabajadora asalariada, cuidadora de la casa, escritora subalterna. En este libro se describe el trabajo doméstico como trabajo, pese a no estar sujeto a esa lógica de las plusvalías que lo ha desmerecido históricamente. Pero se agarra la plancha como se empuña la espada, el alicate, o se firma una barbaridad con un rotulador gordo. El desencanto de Aguirre nace de una acumulación de agotamiento y de un trauma fundacional: una niña huérfana, hija de un republicano asesinado, quiere ser vieja de repente para olvidar el dolor y el hambre. Necesita ser imprescindible. Aquí estamos nosotras para decir que lo ha conseguido.