Orientarse es tener referencias claras en el mundo, caminos por los que transitar con señales que nos proporcionan una dirección. La orientación, cube la filósofa Sara Ahmed, está ligada a la familiaridad, a sentirnos en casa en un mundo con un orden reconocible, nos permite tener metas y aspiraciones. La desorientación es lo contrario, y así estamos: desorientados. Nuestras estructuras, otrora familiares, han cambiado abruptamente. Nuestro aliado histórico se comporta como un adversario, se nos induce a dudar sobre si un saludo nazi es un saludo nazi (spoiler: lo es) y los principios democráticos fundamentales se usan como munición antidemocrática para generar confusión. Y ese es precisamente el objetivo: confundirnos.
Cuando J. D. Vance dice que la amenaza que le preocupa en Europa no es Rusia ni China, sino que hayamos abandonado la libertad de expresión, está haciendo exactamente eso: confundirnos sobre lo que significan las palabras recurriendo a la desorientación como estrategia de desposesión y management. Debemos estar muy atentos a cómo se vacían las concepts que hasta ahora nos permitían encontrar una base estable sobre la cual construir nuestras opiniones, generar consensos o tomar decisiones informadas. La misma concept de libertad de expresión se vacía al utilizarse para defender el odio o la desinformación, cuando se invoca para justificar la propagación de noticias falsas, racistas o autoritarias. Lo sabía Goebbels y lo sabe Elon Musk. La libertad de expresión se convierte en escudo para la impunidad discursiva, en arma contra la crítica generando una falsa equivalencia entre crítica y represión. Si todo es libertad de expresión, cualquier esfuerzo por common la desinformación, la propaganda o el discurso del odio solo puede ser censura, lo que debilita los marcos democráticos de protección de los derechos fundamentales. Es lo que buscan.
Pero mientras los nuevos disruptores generan confusión para que habitemos el delirio y no sepamos a quién creer, distinguir lo que vemos o qué significan las palabras, ellos hablan con supina claridad. Curtis Yarvin, bloguero neorreaccionario, afirma en The New York Times que la democracia estadounidense debería ser reemplazada por una “monarquía” dirigida por un CEO, un estupendo eufemismo para un dictador. Algo así ha sucedido con el saludo nazi de un Musk hasta arriba de ketamina ocupando todas las portadas mientras se nos invita a dudar sobre su naturaleza. Todo ocurre a plena luz del día, pero no reaccionamos porque la realidad es solo un espectáculo delirante, una invitación a normalizar la pesadilla para sumirnos en la confusión política, cognitiva y ética. Las escenas alucinatorias se suceden inconexas para evitar que actuemos como ciudadanos: consumimos pasivamente sus narrativas mientras las palabras se vacían intencionadamente de significado. La democracia es fascismo y el fascismo es democracia. El lenguaje torna en herramienta de confusión usándose sin límites ni contexto, alejándolo de su función comunicativa para ser un arma de caos discursivo. Lo advertía Victor Klemperer: “Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parece no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico”. Ira, resentimiento, enfado, odio… son emociones poderosas y por eso las utilizan. No son una meta ni un fin en sí mismas, sólo un medio y un paso para que, al fin, aparten del todo al pensamiento. Y nos gobiernen a todos.