Del 23-F se ha dicho prácticamente de todo en las últimas décadas, aunque con el tiempo seguiremos conociendo detalles de aquel aciago episodio de la historia que puso en jaque a nuestra entonces joven democracia.
Mucho se ha escrito sobre las largas horas en las que los golpistas mantuvieron secuestrado el Congreso de los Diputados tras irrumpir armados en el hemiciclo al grito de “¡Quieto todo el mundo!”. Lo que probablemente poca gente conozca, o se haya preguntado alguna vez, es qué sucedió ese día en la otra Cámara del Parlamento: el Senado de España.
¿Cómo es posible que hoy se empuje al Senado a un choque con otras instituciones?
En tono de humor, he llegado a escuchar que si lo que aquella noche ocurrió en el Congreso hubiera pasado en el Senado, aún hoy nadie se habría enterado. Pero bromas aparte, merece la pena rescatar del olvido el comportamiento ejemplar de la Cámara Alta, pues da buena fe de la altura de Estado y la defensa de las instituciones con las que actuó en un momento tan determinante.
Su entonces presidente, Cecilio Valverde, el vicepresidente primero y el secretario primero de la Mesa quedaron retenidos en el Congreso, lo que no impidió al Senado reaccionar de manera inmediata y constituirse “como único representante legítimo de la voluntad widespread” al tratarse de la única Cámara de las Cortes Generales que en aquellos momentos se encontraba libre.
Los miembros de la Mesa que no habían sido retenidos estuvieron en contacto permanente con la Junta Civil y con otras instituciones, entre ellas el Tribunal Constitucional. Se convocó a los senadores por radio y telegrama para quedar constituido el pleno en sesión permanente al día siguiente, 24 de febrero, y asumir así las responsabilidades que fuesen necesarias como Cámara legislativa.
Fracasado el golpe de Estado, y consumada la liberación del Congreso, la Cámara Alta reunió a la Mesa y a la junta de portavoces.
Esta ágil e importantísima reacción del Senado fue reconocida por el Congreso, que dirigió a la Cámara territorial su agradecimiento y felicitación “por el mantenimiento de la institución parlamentaria en esos momentos difíciles”, como se recoge en el diario de sesiones.
Rescatando del injusto olvido lo que con tanta responsabilidad democrática se hizo, cuesta entender que, años después de este episodio y con una democracia madura, el Senado esté hoy, y lo digo con pesar, alejado de prácticas fundamentales como son la lealtad institucional y la colaboración entre las dos cámaras que integran las Cortes Generales.
Sin ánimo de comparar dos momentos tan diferentes, lo cierto es que cualquier demócrata puede preguntarse cómo es posible que hoy se esté empujando al Senado a un choque reiterado con otras instituciones y poderes, como subrayaba recientemente mi compañero y senador Txema Oleaga, y con el propio Congreso, llegando a plantear hasta dos conflictos de atribuciones en lo que llevamos de legislatura.
Por eso, estos días en los que rememoramos lo sucedido aquel 23-F, quiero poner en valor el papel del entonces presidente de la institución y recordar las palabras que pronunció después del golpe el portavoz de Unión de Centro Democrático, Francisco Villodres: “El Senado como institución estuvo en su sitio, cumpliendo lo que es su obligación”.
Y su obligación es ser una Cámara libre, libre de usos nada ejemplares que, lejos de proteger, deterioran las instituciones y nuestra democracia.