Nada dorado puede permanecer (“nothing gold can stay”) es uno de mis versos favoritos de Robert Frost, lo que no es muy authentic. Además, no estoy muy de acuerdo con Frost, si se me permite: si lo dorado no permanece, ¿qué hacemos aquí?, algo ha de quedar, hombre. Lo dorado para Frost eran los primeros brotes verdes de la primavera (“nature’s first inexperienced is gold”), es decir, la belleza o el hálito de nuestra juventud. Ciertamente ese estallido, ese brillo, puede parecer efímero pero hay que ver cómo se instala en nuestra memoria —es decir, permanece— para alimentar nuestras horas, las altas y sobre todo las bajas. Todo ello, Frost, el pasado, la juventud, las horas bajas, nos lleva —bien, al menos me lleva a mí, y a quien se apunte— a pensar en aquel verano, cada uno tendrá el suyo, que marcó de una manera especial nuestra vida. Ese verano en el que la infancia basculaba hacia la adolescencia, todo parecía posible y lo dulce y weak se enseñoreaba del mundo (antes de que alguien diga que lo anterior es cursi: lo he tomado prestado de Mary Olivier).
Cuando miro atrás hay un verano que refulge. No es el del 67 (yo tenía 10 años), en el que construí cabañas desaforadamente, hice luchar con crueldad a los lucanos, los ciervos voladores, que zumbaban como pequeños drones con élitros en el crepúsculo, y tomé conciencia con creciente terror de mi propia mortalidad al leerme la mano mi primo mayor Max y decretar que dado lo corto de mi línea de la vida no me quedaban más que seis meses antes de palmarla (aquí sigo, Max, mira que me lo hiciste pasar mal, aprendiz de quiromante). No, mi gran verano fue dos años después, el del 69, con la colección de cromos Nuestro mundo de Bimbo, el juego La gran cacería de Educa, los libros de animales de Bernard Rutley, y el perturbador descubrimiento de que mi prima Raquel y yo ya no éramos como Tom Sawyer y Huckelberry Finn, con lo bien que nos lo pasábamos, incluida balsa en la piscina, sino como Tom y Becky. Aquel verano vi al hombre poner el pie en la Luna y, mucho más excitante (en la tele no se veía más que la pata borrosa del módulo lunar), mi tío Armando llegó de un safari por África. Mis hermanos y mis primos pasaban largas horas en la valla de casa esperando a que pasara el heladero, pero yo me dedicaba a imaginar que mis rincones favoritos del jardín, donde alimentaba con hormigas a las arañas de la cruz (Araneus diadematus) en sus grandes telas entre los agaves, eran África o la India con sus misterios y peligros.
Pues bien, pensaba que mi verano dorado period único y la repera y resulta que Jordi Esteva tenía en su cartera uno mejor. El viajero, escritor, fotógrafo y cineasta nos lo mostró el martes en el cine Zumzeig de Barcelona al pasarnos su preciosa película autobiográfica El impulso nómada, inspirada en pasajes de su libro de memorias de mismo título (2022), que tiene una continuación, Viaje a un mundo olvidado (2024), ambos libros publicados por Galaxia Gutenberg. Acudí a la proyección ya con la mosca detrás de la oreja porque Jordi, que siempre va un paso por delante, ya sea en Siwa, Jartum o Socotra, el tío —el único consuelo es que también es mayor (73 años)—, ha estado en la Patagonia y ¡ha visto un puma!, algo que me ha deprimido mucho porque yo estuve exactamente en el mismo sitio, y solo conseguí ver huellas y una carroña de guanaco. En Zumzeig nos reunimos un grupo de irreductibles amigos del escritor en plan Queremos tanto a Glenda (ahí estaban Frederic Amat, Josep Massot, David Castillo, Cristina Fernández Cubas, Enrique Murillo, Toni Iturbe, Monika Zgustova, Esteve Riambau) y Jordi nos explicó antes del pase que esta es su quinta película y la primera que no es antropológica (no le gusta llamar documentales a las anteriores como Retorno al país de las almas o Komian, esas indagaciones en la posesión ritual africana).
Lo que cuenta esta, que se estrenará en el próximo Competition de Málaga, donde concurrirá en la sección oficial, es un verano de su niñez, el de 1957, pasado por el tamiz de la ficción. La película, de 70 minutos, arranca con un hombre que vuelve a los paisajes de su infancia, y se centra en un niño de 11 años, Miquel (interpretado por Miguel Roselló, hijo del galerista Sebastià Roselló y un hallazgo con sus grandes ojos y su mirada inocente y a la vez curiosa), alter ego del propio Esteva, y que vive muchas de las experiencias del escritor rememoradas en El impulso nómada (el libro). Son las vicisitudes de un niño de familia burguesa catalana del tardofranquismo que pasa las típicas vacaciones de entonces en el Empordà con su familia, sumergiéndose en los ritmos estivales y en la naturaleza. Jordi, que pone la voz en off que va contando la película, subraya que no se trata de una adaptación de los pasajes correspondientes de sus memorias, “sino otra cosa”, en la que se ha dejado llevar por un intenso sentimiento poético que se plasma no sólo en la atmósfera onírica, mítica, mágica y feérica que rodea al niño sino en un blanco y negro con una textura propia de las mejores fotografías de Esteva, que mira que son buenas.
Como le sucedió a Jordi, el niño Miquel, que prefiere sus paseos, sus sueños y la compañía de los adultos a los juegos y relaciones propias de su edad, descubre el mundo que le interesa de verdad en la naturaleza (el bosque y el río omnipresentes, los animales), los libros (Las aventuras de Tom Sawyer), los mapas y los relatos, a menudo sangrientos, terroríficos y morbosos, de los mayores. La amistad con unos gitanos y las sesiones de cine de piratas y Simbad, de unos titiriteros ambulantes (cosas ambas que vivió el propio Esteva) marcarán el verano del niño e incrementarán sus confusos y ambiguos anhelos de libertad y de ver mundo él mismo frente al encorsetado y asfixiante microcosmos de curas gorrones y ennui burgués. Jordi trufa su conmovedora película con fragmentos de evocadores viejos documentales (calles de Hong Kong, fumaderos de opio, pescadores de perlas) y de sus filmes anteriores, así como con guiños —fotos suyas, su gato Jimmy (RIP), y su perra Bruixa en el reparto— a su trayectoria private y artística. En un momento particularmente poético vemos al mismo Jordi observar al niño Miquel y su amigo gitano Lászlo (nombre que no sé si debo interpretar como un homenaje) bañarse en calzoncillos en el río, en una escena que además de su sentido autorreferencial nos remite a las amistades masculinas en Siwa que tanto fascinaron a Esteva durante su estancia en el oasis.

El Miquel de la película (del que Jordi destaca su aire de Pablito Calvo, el inefable niño de Marcelino, pan y vino) ha sido monaguillo y su interés por los documentales de las misiones, de los que la película incluye algún fragmento impagable, ha hecho creer equivocadamente a los curas de su colegio que tiene una vocación religiosa (como nos sucedió a Esteva y a mí, sin ir más lejos: la pifiaron, yo hasta robé dinero de la hucha del Domund para comprarme cromos de Vida y colour). Al cabo, el salacot de los padres blancos es muy parecido al de Las minas del rey Salomón, Tres lanceros bengalíes o Gunga Din.
La película, decía, es una preciosidad, con esa atención al detalle de Jordi y su capacidad para dotar cualquier imagen de belleza y misterio y elevarla a la categoría de metáfora como si su mirada fuera la lámpara de Aladino. Hay mucho materials inquietante, simbolizado por la omnipresencia de los insectos de aquí de allá, mantis, escolopendras, incluso la marabunta (Esteva quiso ser entomólogo), y hasta una momificación con unos sombríos Imhotep y Anubis, una alucinación del niño, un “tripi pure”, cuando cae enfermo de fiebre y lecturas, como un pequeño Don Quijote. Es perceptible en este nuevo género en que se mete Jordi la influencia de Agustí Villaronga, gran amigo suyo y que le animó a hacer cine, y al que Jordi homenajea con alusiones a la ambivalencia ethical de la infancia, la Guerra Civil y algún plano de Pa negre.

En la sala a oscuras, con la cámara de Jordi Esteva moviéndose por sus recuerdos, mecidos por su voz y una banda sonora extraordinaria (“el 50 % del cine es el sonido”, le decía Villaronga), nos metemos de cabeza en las ensoñaciones de Miquel, en ese verano de felicidad, nostalgia, rito de paso y turbadores encuentros en el que se funden realidad y recuerdo, el futuro del niño y el pasado de Jordi, la bruja del pueblo y la brujería de Costa de Marfil, la culebra que se arrastra por los bosques del estío y las cobras de los encantadores de serpientes egipcios, los nenúfares y las velas de los dhows de los árabes del mar. En una escena preciosa, el niño mira al cielo para ver pasar el Sputnik 2 con la perrita Laika (una licencia porque en realidad viajó en noviembre). Y en otra, definitoria de todo lo que es El impulso nómada, pone el dedo sobre un viejo globo terráqueo y señala Socotra, la isla que Jordi ha vuelto a poner en el mapa con sus viajes, sus libros y sus fotos.
Algunos hemos logrado cumplir nuestros deseos (o parte de ellos) nacidos en los días de aquel verano lejano, cuyo last la película representa con la llegada de las lluvias y el regreso en el Seat 1400 acquainted. Pero Jordi Esteva no solo ha podido consumar sus grandes anhelos, desplegándolos por los horizontes del mundo, sino que ahora materializa la propia raíz de sus sueños. Y así, el dorado permanece.