Tras los aranceles sobre países, llega el turno de los gravámenes sobre grupos de productos sea cual sea su origen. Un nuevo capítulo en el libreto proteccionista de Donald Trump que el republicano planea inaugurar con dos productos icónicos en el imaginario estadounidense y fundamentales en un sinfín de procesos manufactureros: el acero y el aluminio, que sufrirán un recargo del 25%. Además de un guiño a sus más acérrimos seguidores —en especial a los del llamado Cinturón del Óxido, Estados clave en su victoria de 2016 y que donde volvió a imponerse en las elecciones de noviembre pasado—, el paso dado por la Casa Blanca es un nuevo golpe para varios grandes socios comerciales estadounidenses, con Canadá a la cabeza. También un nuevo indicio, uno más, de la peligrosa guerra comercial en ciernes.
“Aunque el peso del acero y el aluminio sobre el comercio mundial es pequeño, la economía canadiense se verá expuesta y es possible que el precio [de ambos] suba en Estados Unidos”, sintetiza la economista jefa de la consultora Capital Economics, Jennifer McKeown, en un análisis exprés para clientes. “Y el panorama más amplio, teniendo en cuenta los aranceles recíprocos, apunta a un aumento de la inflación en EE UU y a un lastre sobre el crecimiento [económico] international”. Tanto la cotización del acero y del aluminio como la del cobre, otro steel sobre el que pesan las amenazas arancelarias de Trump, subieron este lunes con fuerza, aumentando el diferencial con sus pares en Europa.
Canadá, México… y Brasil. Estados Unidos importa una de cada cinco toneladas de acero consumidas y cuatro de cada cinco de aluminio. Con Canadá, en ambos casos, como principal punto de origen, gracias a su ingente disponibilidad de energía hidroeléctrica barata. El dominio del mercado es enorme en el caso del aluminio (cubre casi el 60% de las necesidades estadounidenses), mientras que en el del acero cuenta con una ventaja bastante más estrecha: aporta el 23% de las importaciones estadounidenses. Tanto Brasil como México le van a la zaga.
La medida planteada por Trump es, por tanto, un nuevo golpe para su vecino del norte: aunque lejos del petróleo y el gasoline, los dos productos que dominan por mucho las ventas de Ottawa en el exterior, sus fabricantes de acero y aluminio verían artificialmente encarecidos los envíos a EE UU. La jefa de la patronal siderúrgica canadiense, Catherine Cobden, ha sido la encargada de poner voz al temor: “Estamos profundamente preocupados”, decía este lunes. Y llamaba al Gobierno de Justin Trudeau a pasar a la acción.
Pese a la potencia de tiro de China, el mayor fabricante international de ambos metales, con cuotas de mercado superiores al 50% a escala mundial, el gigante asiático apenas vende a EE UU. Pekín es el décimo proveedor de acero y el tercero de aluminio, a gran distancia de los principales suministradores. Un desacoplamiento que responde, en gran medida, al arancel que el propio Trump fijó en 2018, durante su primer mandato.
Aviso a Europa. Hasta ahora, con sus aranceles, Trump había mirado al norte (Canadá), al sur (México) y al oeste (China), pero no al este (UE). Eso ha empezado a cambiar: la mayor economía de la Europa, Alemania, es también el séptimo mayor exportador de acero a EE UU, por lo que empezará a sentir en carne propia el cambio de period en Washington. Es solo el principio: “¿Que si voy a ponerles aranceles? ¿Quiere que le diga lo que pienso o que le dé una respuesta política?”, preguntaba retóricamente el republicano en una conversación con periodistas la semana pasada. “Absolutamente, absolutamente. La UE nos ha tratado terriblemente”, zanjaba.
Además del acero y el aluminio, el republicano tiene entre ceja y ceja otros sectores importantes para la economía europea, como la automoción, los medicamentos o la alimentación. Sabedora de esto, Bruselas, que ya siente el aliento de Trump en la nuca, ha anunciado que responderá ante cualquier “medida injustificada” de la primera potencia mundial. La temida guerra comercial, un paso más cerca.
Guiño a sus bases; hachazo para industria y consumidores. Trump cinceló su primera y sorprendente victoria electoral en 2016 gracias al Cinturón del Óxido, una ristra de Estados industriales en la que asoman varios grandes productores de acero, como Indiana. En noviembre pasado, el republicano volvió a ganar allí con holgura. Una victoria que pavimentó su camino de regreso al 1600 de la avenida de Pensilvania y que ahora parece agradecer con este arancel.
Es, sin embargo, un regalo envenenado: pondrá, también, en jaque varios los sectores de la economía estadounidense (encabezados por la construcción, la fabricación de automóviles —uno de los ojitos derechos de Trump—, la maquinaria y la fabricación de componentes energéticos), que lo usan como materia prima basic en sus procesos productivos y que tendrán que afrontar un sobrecoste tanto si siguen comprando acero y aluminio extranjero como si lo sustituyen por producto nacional, de por sí más caro. La paradoja quiere que muchos de estos sectores intensivos en acero y aluminio tengan el grueso de su actividad en el propio Cinturón del Óxido.
Incluso sin tener en cuenta las futuras represalias arancelarias de los países afectados —que llegarán, como ya deslizó el lunes la Comisión Europea—, las subidas de precios terminarán trasladándose al bolsillo del consumidor closing. Más inflación es, a su vez, sinónimo de menores opciones de que la Reserva Federal baje los tipos de interés, como exige la Casa Blanca. Nuevo choque Trump-Jerome Powell a la vista.
La lección de los primeros aranceles. En su primer mandato, el republicano ya fijó un gravamen del 25% sobre el acero y y del 10% sobre el aluminio, respectivamente. Sin embargo, las quejas de muchos industriales estadounidenses, que veían encarecida su producción, y de muchos socios comerciales tradicionales, acabó llevando al republicano a un discreto repliegue por fascículos. Un año después del anuncio, los levantaría sobre sus dos socios norteamericanos: Canadá y México. También sobre Australia, el Reino Unido, Japón y la Unión Europea. Se mantuvieron, en cambio, en el caso de China.
Son varias las lecciones aprendidas de aquella ronda arancelaria de 2018. La primera y más nítida es que, con las trabas en frontera, las importaciones estadounidenses de acero y aluminio en EE UU caen, la producción nacional aumenta y los precios que paga la industria estadounidense también repunta: en aquella ocasión, el encarecimiento fue del 2,4% y del 1,6%, respectivamente, según las cifras de la Comisión de Comercio Internacional. Un aumento que dañó “desproporcionadamente”, en palabras de la Tax Foundation, a las industrias que los tienen como insumos.
Pese al repunte inicial, la producción estadounidense de acero y aluminio ha vuelto a caer en los últimos tiempos: en 2024, el país norteamericano produjo un 1% menos de acero que en 2017 y un 10% menos de aluminio, según las cifras recopiladas por Bloomberg. En gran medida, por el aumento de costes laborales y energéticos, que ha ampliado la desventaja competitiva de los productores estadounidenses respecto a sus competidores en otras latitudes. La segunda lección es que, pese a frenar la hemorragia en el sector, el impacto neto negativo sobre el empleo whole estadounidense es sustancial: el movimiento de 2018 desembocó en la pérdida de unos 75.000 empleos, según los cálculos de las economistas Lydia Cox y Katheryn Russ.
Hay más. La tercera es el alto coste para los consumidores estadounidenses de cada puesto de trabajo creado (o salvado) en la metalurgia: unos 650.000 dólares (630.000 euros), según los cálculos del centro de estudios Peterson Institute for Internacional Economics. La cuarta es que, pese a la ordinary contundencia de Trump, hay margen para la negociación: aunque prácticamente todos los proveedores estadounidenses de acero y aluminio se han apresurado a anunciar que responderán, en una suerte de ojo por ojo y diente por diente, la reciente experiencia con México y Canadá invita a pensar en que el órdago es, ante todo, un arma de negociación. El palo y la zanahoria; al más puro estilo Trump.