Una de mis posesiones más preciadas es un libro dedicado por Sandokán. Vale, la firma no es, desgraciadamente, del auténtico Tigre de Malasia, lo que sería difícil porque Salgari se inventó al personaje —aunque en sus memorias, publicadas en Renacimiento (2012) por ese gran sandokanista que es Fernando Savater, el escritor italiano nos quiere hacer creer que lo conoció y que el pirata le ofreció incluso el mando de uno de sus prahos—. No, mi libro dedicado, por intercesión del amable editor español, Enrique Larrea, es Historias que debo contar (Amok ediciones, 2023), de Kabir Bedi, en el que el actor que mejor ha encarnado a Sandokán (“Sandokan, Sandokan / giallo il sole la forza mi dà”) cuenta su vida prolijamente y con cierta vanidad pareja al fiero orgullo del destronado príncipe: como se recordará, Sandokán fue expulsado por los ingleses de su reino de Muluder, en la costa septentrional de Borneo, y abocado a una existencia de pirata con capital en la agreste Mompracem.
En fin, sea con las facciones de Kabir Bedi (que por cierto confiesa en su autobiografía no haber leído las novelas de su personaje antes de encarnarlo en la pantalla) o de Steve Reeves, o de Ray Danton, o las que le pongas cuando lees sus aventuras, volver a Sandokan, a Mompracem y a Salgari es como regresar a casa. A un mundo de aventuras y cosas que de verdad importan, como conquistar un amor allí a desmano: “¿Deseáis ser mía? ¡Yo haré de vos la reina de estos mares, la reina de Malasia! A una palabra vuestra, trescientos hombres, más feroces que los tigres, que no temen ni al plomo, ni al acero, surgirán e invadirán los estados de Borneo para ofreceros un trono”. Sí, sé que hoy ya no se liga así, como lo hacía Sandokán en Los tigres de Mompracem, pero, ay, quién pudiera dedicar su tiempo a cortejar a la Perla de Labuán, a vengar afrentas, a enfrentarse, kriss en mano, al rajá blanco James Brooke (a uno de cuyos descendientes, por cierto, cuenta Kabir Bedi que se encontró en la barra del Raffles de Singapur), a la pantera de la Sonda, a las pitones, al leopardo de Sarawak (Charles Brooke, el sobrino de James); quién pudiera ser “valiente y poderoso y horrible como los huracanes que revuelven los océanos”…
En el ínterin (y a la vista de que hacerse un hueco en Mompracem está difícil), me he leído una aventura de Sandokán que tenía pendiente, Los dos rivales, en una edición de 1955 de Editorial Molino que luce en la tapa la bonita y evocadora ilustración de una joven con un sari armada con un parang, el machete malayo, y un tigre. Ella es, claro, Surama, la bayadera (en realidad princesa de Assam), la amada del portugués Yañez de Gomera, el fiel camarada de Sandokán, y el felino es Darma, el tigre amaestrado de Tremal-Naik, el famoso cazador de fieras y serpientes de los Sundarbans protagonista de Los misterios de la jungla negra (1895) y que unirá sus aventuras a las de Sandokán, que habían arrancado en Los tigres de Mompracem (1900), en Los piratas de la Malasia (donde confluyen las dos líneas argumentales). La verdad es que la producción literaria de Salgari es bastante liosa. El hombre —apremiado por sus despiadados editores, que le llevaron al suicidio— escribía a destajo, publicaba muchas historias por entregas y nuevas versiones de las novelas, y a veces confundía y mezclaba episodios y personajes. También tenía algún descuido herpetológico como poner serpientes de cascabel en Bengala, o cobras de anteojos en Argelia, pero le redimía escribir frases eternas como “una bala de mi fusil puede detener al hombre más valiente del mundo”, “Yáñez, ¡rumbo a Java!”, o mi favorita: “Las probabilidades de salvación no son muchas’, respondió melancólicamente el malayo”.
En realidad, Los dos rivales es la segunda parte de Los dos tigres (1904), una división arbitraria que se hizo aquí de la novela (la cuarta de las 11 del ciclo Piratas de Malasia). En la historia, tenemos a Sandokán (más Yáñez y otra tropa) y Tremal-Naik en la India, donde, siguiendo acontecimientos de Los misterios de la jungla negra, Sandokán ayuda al cazador hindú a rescatar a su hija, Damna, de manos de los thugs, la temible secta histórica de estranguladores que adoraban a la diosa Kali y con la que Salgari tenía una verdadera fijación. Sandokán y sus piratas —que odian al imperialismo colonial británico que los ha convertido en parias— se transforman aquí paradójicamente en aliados puntuales de los ingleses en la lucha por erradicar a los thugs, uno de los grandes enemigos de la India del Raj. A los thugs quien los eliminó de verdad, en 1839, fue un oficial británico viejo amigo nuestro, William Henry Sleeman (que por cierto también excavo fósiles de dinosaurio e investigó casos de niños lobo, lo que inspiró a Kipling su Mowgli). Eso Salgari se lo pasa por el forro y hace que sea Sandokán el que se cargue a los strangolatore, exterminándolos como ratas en las galerías subterráneas de su siniestro templo (“la pagoda de los thugs”) en Raimangal, en la jungla negra de los Sunderbunds, en el Golfo de Bengala. El escritor se saca de la manga que los estranguladores se untaban de aceite de coco “para poder escurrirse entre las manos de los adversarios”: algo que suena menos a los thugs que a sexo tántrico.
Lo de los dos rivales (y los dos tigres) tiene su explicación en que Sandokán, el Tigre de Malasia, se enfrenta a Suyodhana, el malvado y escurridizo (con o sin aceite de coco) líder de los thugs, el Tigre de la India, evidente inspiración del Mola Ram de Indiana Jones y el templo maldito. La pelea closing, con ecos de la de otros dos grandes rivales, los julesvernianos Miguel Strogoff e Iván Ogareff, tiene lugar en Delhi ¡en pleno asedio de la ciudad por el ejército británico durante el célebre Motín de los cipayos!, el levantamiento que incendió la India en 1857. Salgari, y este es un atractivo añadido de la novela (que también tiene un eco conradiano al viajar Sandokán a Patna, la ciudad india de la que tomó nombre el barco de Lord Jim), ofrece una insólita visión de la insurrección, con el pirata y sus amigos pasando discretamente por en medio y los thugs supervivientes poniendo su espantoso oficio al servicio del motín. El autor, que evidentemente hizo los deberes, explica que los regimientos nativos, escandalizados al correr la voz de que los ingleses daban cartuchos de fusil untados con grasa de vaca a los soldados hindúes y con grasa de cerdo a los mahometanos, han matado a sus oficiales y a los europeos en ciudades como Cawnpore, Lucknow y Merut; que uno de los líderes de la revuelta es “la valerosa y bellísima Raní de Yanshie” (Jhansi), y que los sublevados han puesto en el trono a un descendiente de la dinastía del Gran Mogol (el octogenario Bahadur Shah II) . No esconde los actos terroríficos de los insurrectos pero subraya la sangrienta represión y venganza de los ingleses (como en las matanzas al recuperar Delhi), “indigna de gente civilizada y mucho menos de europeos” (!). Hay que recordar que los británicos despacharon en Peshawar a 40 amotinados atándolos a la boca de los cañones y disparando las piezas; bien es verdad que period una forma de ejecución Outdated Mughal model.
El episodio histórico del Indian Mutiny, que significó un serio peligro para la dominación británica de la India, no es en todo caso lo que le interesa al novelista. Lo que le va a Salgari es la aventura de Sandokán y sus camaradas luchando a brazo partido contra los thugs que hormiguean en los oscuros túneles de su madriguera mientras hacen sonar pavorosamente los grandes tambores hauk; le interesa la persecución del gran sacerdote de Kali escapado, y la feroz pelea closing de los dos tigres.
Pero esta no ha sido mi única incursión en Salgari de estos días. Me he leído también (saltándome muchos deberes y muchas novedades literarias de gran enjundia), En las montañas del Atlas, una novela de 1907 (recuperada por Ático de los libros en 2019) en la que no salen Sandokán y los tigres de Mompracem pero trata sobre ¡la Legión Extranjera! En los predios de Beau Geste, el autor veronés nos entrega también, como en el ciclo de Pirati della Malesia, una historia en la que se desmitifica al poder colonial. La legión de la novela no es el espacio de heroísmo, aventura y redención de Fort Zinderneuf sino el mundo malsano y corrupto del bled (compañía disciplinaria) de Ain-Taiba, en Argelia. De ahí solo cabe escapar. Y es lo que hace el protagonista, un conde húngaro (!!), Michele Cernazé, arruinado por el juego, que deserta de légionnaire tras casarse en secreto con la hermosa beduina Afza, el Rayo del Atlas. Le persigue el canallesco y rijoso comandante del bled, al que Salgari nombra por su rango, maresciallo, que la edición en español traduce con el superlativo “mariscal” cuando en realidad se trata de un suboficial de grado alto, el equivalente a brigada. Salen sargentos buenos y malos, espahíes, morabitos, sanusíes y las cabilas del Atlas, armadas con largas espingardas. También hay meharis (dromedarios veloces, no coches), panteras, leones, chacales, hienas y serpientes. Vamos, para pasarlo estupendamente.
Kabir Bedy escribe en sus memorias que aunque desató la locura en su gira por Italia con Sandokán, el momento más emotivo lo tuvo visitando la casa de Salgari junto al Po en Turín. Explica que se asomó a la ventana y saludó a las numerosas followers que había atraído su presencia pero “al pensar en Salgari se me humedecieron los ojos. Mi éxito se basaba en el legendario Sandokán creado por él, y yo no tenía manera de agradecérselo. Me retiré hacia el inside de la habitación para recomponerme, incliné la cabeza en señal de gratitud, y abracé a Salgari en mi corazón”. No soy Kabir Bedi (y desde luego no tengo su porte ni sus ojos, ni ejecuté nunca como él el salto del tigre), pero entiendo sus sentimientos y su agradecimiento y yo también, desde la modestia de quien jamás será un pirata de Mompracem en activo, me inclino ante el capitán Salgari y le abrazo jubiloso en mi henchido corazón, colmado de aventuras.