Hace un tiempo alguien me contó que en el piso de al lado al suyo en el barrio del Born de Barcelona se instaló un alquiler vacacional. A las pocas semanas ya las fiestas ruidosas y la escandalera ordinary se habían convertido en norma. Por allí pasaba gente de todo pelaje abducida por esa concept de que el turista puede abusar de las ciudades que visita como una forma de prostitución descarnada. Decididos a acabar con ello y recuperar la calma, denunciaron la situación. Dos días después, cuando mi amigo volvió a casa, se encontró la puerta entreabierta y a un tipo cachazudo pegando a su pareja. Cuando avisó a los mossos, el matón se fue con calma al piso de enfrente y se cerró con llave. La autoridad no tenía orden de entrada. Poco después, mi amigo y su pareja dejaban el barrio.
A Madrid esta explotación sin escrúpulos del negocio turístico llegó con un retraso de 15 años, pero vaya si ha llegado. Hay turistas ricos que comparten tutoriales de cómo timar a caseros en pisos de lujo de alquiler vacacional. Conozco un edificio que pretenden vaciar para convertirlo en apartamentos de alquiler provocando una epidemia de chinches y otra de ratas que descorazone al vecindario. En la Casa Orsola de Barcelona está a punto de producirse el desahucio de los inquilinos gracias a una ley que premia el ordeño inmobiliario sobre el derecho a la vivienda.
Son los artificios que utiliza la escena turística para recordarle al ciudadano que la calle es suya. En un país en el que el turismo ha sobrepasado el 12% del PIB nacional nadie quiere plantearse seriamente los peligros del asunto. Todos ganamos, nos repiten, porque no cuentan jamás ni los costes que apareja el negocio ni la historia de los que pierden. Al turismo incontrolado solo parecen temerle los jóvenes que se ven incapaces de arrendar un espacio céntrico en su ciudad a un precio razonable.
Es más, el neofascismo reciclado ha logrado inducir la psicosis opuesta en la gente común. Según su credo, hay malvados que vienen a ocupar tu vivienda cuando gross sales de paseo. Ha sido tal el éxito de esa paranoia que hasta han surgido como setas alarmas antiocupación, empresas de desalojo violento y otros amaños a costa del miedo. Porque el miedo siempre es una fabricación.
La ocupación es habitualmente opuesta a la que nos señalan. Está liderada por fondos de capital y por la lujuria avariciosa de unos cuantos. La habilidad para inducir temor en la dirección más ventajosa no es nueva, lleva ejerciéndose desde que el ser humano vive en comunidad. La misma industria de la protección es la fabricante de la amenaza, en una estrategia de vasos comunicantes que suele salir rentable. En cambio, el desalojo vecinal, la extorsión habitacional, la precarización del noble afán de crear un hogar y el desmán turístico incontrolado son apenas notas al pie de foto de una imagen de felicidad radiante en la economía que más crece de Europa.
¿Pero a costa de qué crecemos, queridos niños? ¿Quizá de ordeñar nuestra única propiedad colectiva, la ciudad, el paisaje, la esencia de nuestra forma de vida? Podría ser que cuando lo hayamos vendido todo no nos quede nada para festejar la buena marcha de nuestros grandes números. ¿Y si fuera al revés todo, que lo ventajoso sea perjudicial y lo radiante una roña? Seguiremos informándonos.