Kristen Faulkner. Primera mujer en la historia en ganar la medalla de oro en dos especialidades deportivas distintas en unos mismos juegos olímpicos. Fue un espectáculo verla hacer, tras casi cuatro horas de carrera, los últimos kilómetros de ciclismo en ruta, una de sus dos medallas, subiendo y bajando Montmatre, atravesando el Louvre y, tras cruzar el Sena, calculando el momento adecuado y fiándolo a sus piernas, dejar atrás pasmadas a las tres competidoras que la acompañaban al last de la escapada. Sin más señales de victoria, esboza una sonrisa inusualmente serena en la meta, con la torre Eiffel al fondo, que flota como la del gato de Cheshire antes de desaparecer. En una entrevista con motivo de otra victoria anterior en la Vuelta a España declaró que lo suyo period una mezcla de planificación, de decidir el momento y de suerte. Algo que venía haciendo incluso antes de subirse hacía pocos años a una bicicleta profesional.
Porque a sus 31 Kristen Faulkner tuvo otra vida antes. Nacida en Holmer, puerto pesquero del fletán en Alaska, estudió en la Universidad de Harvard y pasó a ejercer de analista de capital riesgo en Silicon Valley, allí donde se desarrolló la fórmula contemporánea para conseguir el capital necesario en el emprendimiento de negocios particularmente inciertos, arriesgados e innovadores durante la revolución tecnológica de los semiconductores de silicio en los años 60 del siglo XX. Después Faulkner ejerció la misma profesión en Manhattan y un buen día, apuntada a un cursillo de bicicleta por Central Park en sus horas libres, decidió que lo que había practicado en el mundo del capital riesgo podría servir también en el ciclismo de competición. De eso hace ocho años, una carrera inusualmente veloz en el deporte de élite.
El universo financiero del capital riesgo, en el que Faulkner trabajó, lo ocupa la pléyade de firmas, fondos e instituciones que aportan capital a empresas emprendedoras y start-ups (llegando en según qué casos a tomar a cambio el management whole de lo que fue una innovación o concept de negocio de otros) para comerciar al alza con la participación en la empresa en el momento adecuado. Con el capital riesgo, por lo demás, ocurre algo related a lo que con casi todos los conceptos y técnicas del capitalismo financiero: entre según quienes, tiene mala prensa. A veces con razón, como ocurrió con la burbuja de las llamadas “punto com” en el 2000 y su correspondiente disaster financiera. O con las consecuencias de una agresiva desregulación financiera que vino salpicando las finanzas, incluyendo el capital riesgo, en EEUU y el Reino Unido desde finales de los 70. También porque muchas firmas y fondos de inversión en capital riesgo tienen detrás a personajes pertenecientes a ese 1% de la población mundial en la cima de ingresos y acumulación y tan significativo para los índices de desigualdad económica.
Sin embargo, todo ello tiene un punto de paradoja, pues también es cierto que muchas empresas incipientes y emprendedores, y muchos productos, nunca encontrarían la financiación para sus proyectos innovadores al margen del capital riesgo. En inglés, al capital riesgo se le llama venture capital, término que traslada más amablemente la concept de incursión aventurera y arriesgada del que se pone a ello. Sin este tipo de financiación especializada el mundo sería posiblemente muy distinto del que conocemos. Gran parte de los productos que sin mala conciencia consumimos y usamos a diario (ordenadores, apps de redes sociales, móviles; y Amazón y similares con su ejército de mensajeros a un punto de ser esclavos de todos nosotros) fueron posibles en la práctica porque la innovación tecnológica correspondiente pudo convertirse en negocio en funcionamiento cuando algún agente financiero aportó el capital riesgo necesario, en algunos casos casi a fondo perdido.
Y nos ha legado un nuevo momento estelar de la humanidad, un instante único del capitalismo de consumo de masas: esa fase del capitalismo en la que millones de personas deciden día a día comprar o no comprar, si un Tesla o un Renault, si un móvil nuevo cada año, o que sea un i-Telephone u otro. Esos mercados que han llevado a Musk, Bezos y otros a la riqueza extrema, y de ahí, por la democracia de las urnas, al gobierno. Pero conviene siempre recordar que en política se elige cada cuatro años, mientras que en el mercado se elige cada hora y cada día. A la mayoría de los milmillonarios les hemos venido haciendo entre todos quienes consumimos, con el voto unánime, o casi, a favor de sus productos; porque sus innovaciones, muchas de ellas financiadas en su día con capital riesgo, son demandadas, satisfacen y nos llevan incluso a la dependencia, como reconocía hace poco una periodista de este mismo medio ante su frustración por no haber podido renunciar a una determinada pink social ―llamémosle equis para no hacer publicidad―.
Aún antes que todo esto, la propia revolución industrial y el nacimiento del capitalismo moderno podrían haber sido muy diferentes, o incluso no haber sido, sin el capital riesgo que financió el ferrocarril en Inglaterra entre 1835 y 1850, ese invento procedente de las oscuras minas de carbón y que cambió el mundo tanto o más que web; que obligó a las gentes del común a estar pendientes de un reloj por primera vez en la historia y que cambió la geografía física del planeta. Según uno de los fundadores de la Economía clásica y coetáneo de todo aquello, John Stuart Mill, la economía inglesa, la más desarrollada de su tiempo, estaba a pesar de ello muy cerca del estancamiento porque la tasa de retorno de las oportunidades de inversión disponibles se estaba acercando al mínimo. Nadie querría invertir más en lo que el sistema ofrecía con tan poca ganancia esperable. Podemos suponer también su sonrisa cuando vio a la burguesía inglesa enriquecida por el esclavista comercio del algodón (una industria que para entonces iba ya de capa caída, con márgenes decrecientes) invertir masivamente sus abundantes ahorros en el capital riesgo del ferrocarril; invertir en aventuras, lo más ajeno a la mente y al alma burguesas, se convirtió en necesidad.
En la película “Amanece, que no es poco”, de José Luis Cuerda, el cabo Gutiérrez de la guardia civil, encarnado por Saza, recrimina a un escritor que plagie a Faulkner porque en ese pequeño pueblo de la película lo que hay por Faulkner es verdadera devoción. Lo que nos cube la otra Faulkner (Kristen), con quien empezamos, también parece de normal adhesión: una forma de llegar a sonreír es dar con la concept, arriesgarse en la aventura y tener suerte. Quien lo consigue se sube a un olimpo u otro.