Las mujeres blancas, negras, gordas, flacas, urbanas, ¿rurales? —las rurales están representadas en los anuncios de lácteos y embutidos—, altas y bajitas estamos contentas de poder estar lubricadas cuando nos apetece —incluso más allá de nuestras apetencias— y, a la vez, controlar intempestivas bajadas de flujo vaginal sin que estas sean motivo de catástrofe. Insisto: no logro recordar a muchas mujeres rurales ni en el ámbito glamuroso ni en el falsamente naturalista de la publicidad. Le preguntaré a mi amiga la poeta María Sánchez o a mi tía Agustina, que vive en Fuenterrebollo. Veo mujeres viejas —más que superar el edadismo dilatamos en el tiempo nuestra capacidad de ser clientas— y muy jóvenes; las marcas se preocupan de crear la necesidad del afeite, también de la cirugía, desde que tenemos uso de razón y adquirimos, con él, la libertad de infligirnos dolor para estar guapas: depilaciones de ingles con cera ardiente, tirón, puntos de sangre, amenaza del forúnculo…
Niñas que usan antiarrugas. Son pequeñas, pero quizá mi ojo me engaña y son niñas viejísimas conservadas en el almíbar cosmético del melocotón. Se alaba la hermosura del surco nasogeniano, pero a las preadolescentes les escandalizan sus ojeras y su flacidez. En la publicidad de productos reparadores de problemas faciales y genitales —geles, cremas, compresas absorbentes del menstruo o del pis que nos permiten practicar sin susto el bikram-yoga—, no encuentro mujeres pobres. Las mujeres pobres solo están presentes en los publirreportajes de las ONG; ellas y la infancia castigada protagonizan este tipo de publicidad y forman parte del discurso de los captadores y captadoras de clientes, socias, afiliados que te paran en la calle para resolver con tu buena voluntad males endémicos. Obviamente, las mujeres pobres no aparecen en los anuncios de sérum porque no pueden comprarlo: la brecha de la desigualdad acaso se suturaría imaginariamente con los hilos de la raza y el género, pero no con el poder adquisitivo. Aunque raza, género y capital disponible se entrelazan: las desventajas se llaman unas a otras desde la invención del arado.
Como mujer blanca urbana europea sin ahogo económico, experimento el placer de perfumarme. Otras veces, me gustaría dejar de ser una ensalada para poder vivir desaliñada.
Luego, a la puerta del supermercado, un inmigrante senegalés pide una moneda para cuidarnos el perro; conectado a la wifi de la cadena de alimentación, consulta en su móvil la previsión meteorológica. Los seres humanos ya resultamos incomprensibles si no llevamos un móvil o nos implantamos un chip para pasar por caja. Quizá llegaremos antes a la transhumanidad que a ser criaturas libres de la explotación. Transhumanidad y explotación se retroalimentan y tengo una pesadilla ciberpunk: un mendigo con móvil, especie del cíborg melancólico, duerme en un cajero y una panda de jóvenes con las pupilas formateadas por sensible glasses le empapan con gasolina. Le prenden fuego. Desde la zona de management, Milei reflexiona sobre la selección pure y Musk se descojona. Viene de reunirse con Trump, que acaba de nombrar “sus ojos” en Hollywood a Stallone, Gibson y Voight. En la toma de posesión del presidente, patrocinadísima por las grandes tecnológicas, Melania no corre el riesgo de mojar su vestido. Está en su papel y lleva un estupendo salva-slip. Puede que Donald sea un muñeco o use pañal empapador, pero no diremos nada.
Mujeres del mundo, jugadoras de Sweet Crush, mujeres que escriben a mano y mujeres con pill, buscadoras del placer más allá del fetiche, pobres ajenas a los beneficios del ácido hialurónico, dignas mujeres pobres, las que van a por agua al manantial de la fuente, apretémonos bien los machos. Vienen curvas.