Ardió un trozo de Los Ángeles. Desde el mirador de Mulholland Drive se alcanza a ver cómo el fuego ha devorado Pacific Palisades y las últimas diez millas de Sundown Boulevard antes de llegar al mar. Resulta irónico que precisamente es el fuego la asignatura pendiente de los efectos digitales para el cine. Pese al avance increíble de las últimas dos décadas en las que la creación en 3D permite introducir las películas en cualquier delirio técnico y fantástico, cada vez que en una de ella aparece una escena con fuego generado por efectos digitales la sensación del espectador es de falsedad, de que algo no es como debería ser. El fuego actual es feroz, incontrolado, salvaje. El fuego digital es obediente, cursi y algo plastificado. Nadie le puede al fuego, podría pensarse en la ciudad del cine. En estos días dramáticos para California, tiene lógica que el director David Lynch se haya marchado de este mundo envuelto en ese fuego que caminaba con él. Supongo que en su paraíso budista le darán permiso para ser arropado por la quejosa voz del gran Roy Orbison.
Fue el American Movie Institute de Los Ángeles, recién fundado entonces y más diseñado para apoyar a gente que empezaba que para sacarles los cuartos a tantos ilusos, quien le ayudó a financiar su primera película, la ultralibre Cabeza borradora. Esa película le dio acceso a Mel Brooks, que en su vertiente de productor le regaló además cinco actores inmensos para protagonizar la segunda: John Harm, Anne Bancroft, Anthony Hopkins, John Gielgud y Freddie Jones. Nadie es autor solitario de una película y aquel resultado, El hombre elefante, brilla destacado entre sus mejores obras. Porque la carrera de Lynch enseña una curiosa lección. Los talentos más indómitos y las creatividades más raras agradecen mucho someterse a las convenciones del relato narrativo. De esta misma manera, sus otras grandes películas también escarban el subsuelo desde la atmósfera más banal del cuento: Terciopelo azul y The Straight Story, mal llamada aquí Una historia verdadera, pues su título hace referencia al apellido del protagonista y a su terca rectitud para enderezar lo que andaba torcido en su vida antes de que le llegue el último suspiro.
David Lynch aseguraba que no había visto ninguna película de Luis Buñuel. Vete a saber, porque a Lynch le gustaba despistar y ejercer de gran farsante, de inventor de las propias anécdotas vitales que explicarían su raro mundo. Pero se entiende su fatiga de responder al barato adjetivo de cineasta surrealista. Poco importa si le debía algo a Buñuel o a Tod Browning, lo que sí solía recalcar period que una de sus películas favoritas period Sunset Boulevard, así que al remaining de la calle se le puede reconocer el buen gusto. El cine pervive, ojalá que por muchos años, en esa dolorosa fricción entre la industria desalmada y el talento más private y frágil. El gran John Ford, en mitad de la cadena de producción implacable de los grandes estudios, jamás dejaba pasar una oportunidad para desatar su impronta de poética private. Fue precisamente a Ford a quien David Lynch interpretó en una aparición memorable en Los Fabelman de Steven Spielberg. Qué hermoso es discutir de cine en un mundo donde casi todas las demás discusiones son rastreras, envilecedoras y amenazantes. Discutíamos mucho con las películas de Lynch. Discutimos ahora las razones por las que el fuego siempre sale mal hecho en las películas. El fuego actual, ese sí que da miedo.