La decisión de trasladar la toma de posesión de Donald Trump bajo techo —el limitado techo de la Rotonda del Capitolio de Washington— obligó a reducir drásticamente el aforo, a privar a decenas de miles de sus simpatizantes del espectáculo de su regreso y a dejar fuera a muchos invitados y a buena parte de la prensa. También permitió cerrar el foco, y ofreció una imagen llamada a marcar época: la de los magnates tecnológicos Elon Musk (X y Tesla, entre otras), Mark Zuckerberg (Meta) y Jeff Bezos (Amazon y The Washington Publish) confundidos en la sede de la democracia estadounidense entre los rostros de los miembros del nuevo gabinete presidencial.
La estampa, con el simbólico fondo del cuadro de Trumbull sobre la rendición de los ingleses en la Guerra de Independencia, habló con elocuencia del amanecer de una nueva period en Estados Unidos. La de la “revolución del sentido común”, según la definió Trump en el discurso de una media hora que dio tras jurar el cargo. La de la fusión del poder político estadounidense y el destino de los tres hombres más ricos del planeta ―y, por extensión, de los magnates de Silicon Valley y su enorme influencia sobre nuestras vidas―, según el resto de los mortales.
Musk, que fue decisivo durante la campaña y tiene un papel destacado en la nueva Administración, también fue el que mayor protagonismo reclamó. En el Capitolio, hizo la señal de la victoria después de que Trump prometiera que Estados Unidos viajará a Marte, una vieja aspiración del magnate. Después, compareció ante los cerca de 20.000 afortunados simpatizantes del presidente que tenían entradas para la inauguración al aire libre y tuvieron que conformarse con seguirla por las pantallas de la cancha mientras esperaban al gran hombre para darle otro buen baño de masas. Musk les dijo, antes de hacer algo que recordó al saludo fascista: “Es gracias a vosotros que el futuro de la civilización está asegurado. ¿No es molón que vayamos a ir a Marte?”.
Antes de eso, entre el resto de los invitados, que tuvieron que repartirse entre la Rotonda y otra estancia, que acogió a los de menor importancia (y eso incluyó a gobernadores de algunos Estados), se había visto a los miembros de las familias de Trump y Vance, a las personalidades institucionales ―como los líderes del Congreso y los miembros del Tribunal Supremo―, a Joe Biden y la vicepresidenta Kamala Harris y a los fantasmas de las Administraciones pasadas: Barack Obama, que no Michelle, Invoice y Hillary Clinton, y George y Laura Bush. Tras ellos, colocaron a Dana White, tal vez el primer empresario del violento deporte de las artes marciales mixtas en asistir a un juramento presidencial en la historia, y a la milmillonaria y megadonante Miriam Adelson, que no fue la única mujer que en tan histórica escogió un atuendo blanco y no quitarse las gafas de sol durante el acto (de cristales naranjas, para más señas).
La primera dama, Melania Trump, eligió el azul y dio por su parte un nuevo sentido a la técnica del beso en la distancia cuando se le acercó su marido. Lo miraba todo con aire desinteresado (blasé, que dirían la gente de mundo y los franceses) y un vestido con un homenaje al sombrero cordobés incluido que le tapaba el rostro y que acabó, comparado con el brand de Pizza Hut, convertido en meme.
Cara de circunstancias
Biden y Harris asistieron con cara de circunstancias a las palabras del orador, que dedicó una buena parte de su energía a defender que los últimos cuatro años han sido un auténtico desastre. En el caso de él, eso se tradujo en una media sonrisa, tal vez porque estaba distraído pensando en que al rato cogería junto a su esposa, Jill, una aeronave rumbo al ultimate de su carrera política en Washington de medio siglo. Solo se levantaron a aplaudir una entre las decenas de veces en las que el resto de los asistentes lo hicieron. Fue cuando Trump presumió de que los rehenes en manos de Hamás han empezado a regresar de Gaza, una resolución cuyo mérito se disputan estos días ambos presidentes.
Las notas musicales las pusieron el tenor Christopher Macchio, una voz de segunda en los escenarios internacionales convertido en primera garganta del trumpismo, que, sin corbata y con la camisa abierta, cantó Oh America, antes de que Trump empuñara el micrófono, y el himno estadounidense, una vez este hubo terminado. También actuó la cantante de nation Carrie Underwood. Estaba previsto que la acompañara la banda de las Fuerzas Armadas, pero un fallo técnico le obligó a atacar la melodía a cappella tras un incómodo silencio.
Cuando el acto oficial terminó, Trump pasó al Salón de la Emancipación y dejó atrás la imagen de estadista que (más o menos) había logrado transmitir antes. Ofreció una de esas intervenciones suyas, llenas de mentiras y exageraciones, en la que interactuó con el público, pero sobre todo con el gobernador de Texas, Greg Abbott. Es un género propio, inimitable, una mezcla de arise comedy y discurso político con el que dejó claro a Estados Unidos y al mundo que está de vuelta en la Casa Blanca. Y de paso, que el chiste va a durar otros cuatro años más.