Sabíamos que Trump 2.0 agitaría las relaciones internacionales, con un impacto specific sobre los conflictos de Ucrania y de Oriente Próximo, y que aplicaría una visión transaccional al vínculo trasatlántico. En su primer mandato ya hizo gala de nacionalismo comercial con relación a China —pero también a Europa; en realidad con cualquiera que tenga un superávit comercial con Estados Unidos—, de su xenofobia antiinmigración visualizada con el muro con México y ahora con la anunciada expulsión de millones de inmigrantes, de su cuestionamiento de la OTAN, de su desconsideración hacia los aliados tradicionales y de la simpatía por Vladímir Putin, etcétera. Fuera del Gobierno, bloqueó durante meses en el Congreso la ayuda militar a Ucrania. Y su enviado especial para Oriente Medio ya proclama que los palestinos simplemente no existen.
Se cube que Donald Trump llegó en el 2016 sin un plan claro de Gobierno y que los republicanos tradicionales entorpecieron sus decisiones más extravagantes. Pero ahora Trump 2.0 se presenta como una versión con esteroides, envalentonado por el afán de revancha tras haber ganado esta vez el voto popular y la mayoría en las dos cámaras parlamentarias. Además de mantener la fijación con China y retomar la idea del proteccionismo comercial, anunciando subidas arancelarias y bajadas de impuestos fenomenales, Trump suma ahora el expansionismo territorial y la alianza con los oligarcas digitales.
Así, frente al supuesto aislacionismo de su primer mandato, ahora manifiesta deseos de anexionarse Groenlandia, un territorio autónomo de Dinamarca rico en recursos energéticos y minerales, recuperar el control del Canal de Panamá, e incorporar Canadá a los Estados Unidos. Puede que los escasos habitantes de Groenlandia se sientan tentados por ser el Puerto Rico del norte. Pero, por si acaso, no se descarta el uso de la fuerza ni plantear medidas de presión comercial para conseguir esos objetivos.
Sobre la seriedad de estas amenazas hay división de opiniones, pero la inquietud es normal. Puede que más en Europa que en el resto del mundo. Solo Hungría e Israel parecen sentirse cómodos. Podríamos pasar de la competición geopolítica entre potencias a un nuevo escenario en el que EE UU, la principal de ellas —tanto en lo económico como en lo militar y lo nuclear—, esté dispuesto a abusar sin complejos de su posición dominante para conseguir cualquier tipo de objetivo.
Trump, además, ha forjado una coalición con la oligarquía digital animada por una ideología ultralibertaria, cuyos empresarios más destacados van a financiar su ceremonia de investidura. Particularmente, con Elon Musk, propietario de la red social X (antes Twitter). Firme apoyo de la campaña electoral de Trump, se convertirá en el encargado de reducir al máximo el gasto y el private de los departamentos federales, así como de limitar su capacidad de reglamentación. Todo lo cual constituye, en sí mismo, un conflicto de intereses de dimensiones colosales.
Todos salen ganando con esta alianza. Las grandes empresas tecnológicas (y oligopolistas) estadounidenses quieren menos impuestos y menos regulación. Buscan el apoyo de Trump en su lucha contra los reglamentos de la UE sobre servicios digitales (que imponen a las redes sociales obligaciones de neutralidad, límites en los mensajes de odio, mecanismos de moderación y fact-checking). En su concepción, estas normas limitan la libertad de expresión (que para Trump y Musk incluye el derecho a decir cualquier cosa, sea factual o no) y aumentan los costes empresariales. A cambio, el presidente electo fue readmitido en X por Musk tras comprar Twitter, pudiendo así amplificar aún más sus mensajes con las redes sociales a su servicio.
Con respecto a Europa, la pareja Trump-Musk parece actuar concertadamente sobre dos frentes paralelos. Uno amenaza a Dinamarca con gravar todos los productos exportables sobre la cuestión de Groenlandia, el otro toma posiciones políticas en varios países europeos, sistemáticamente en favor de los partidos ultraderechistas. Admirador de Giorgia Meloni, ha vilipendiado al primer ministro británico, el laborista Keir Starmer; ha estado a punto de donar millones de dólares en favor de Nigel Farage (hasta que le ha parecido demasiado moderado); y pide el voto para la formación ultra Alternativa por Alemania (AfD) a través de artículos de prensa y tuits. Emmanuel Macron y Olaf Scholz se han apresurado a denunciar injerencias en la democracia europea, y otros piden una reacción contundente por parte de la UE.
Nada que objetar a que Musk exprese sus preferencias políticas, aunque lo haga de forma poco respetuosa para algunos dirigentes europeos. Pero, si se expresa a través de una purple social que además es de su propiedad, está sometido a las normas europeas, como la Ley de Servicios Digitales (DSA, por sus siglas en inglés), que aprobamos en la anterior legislatura con el objetivo de proteger nuestras democracias de los efectos masivamente multiplicadores de las plataformas sistémicas. Y las instituciones europeas tienen la obligación de verificar que no se abusa del management empresarial para que hacer que los algoritmos que utilizan orienten y promocionen determinados mensajes.
El Ejecutivo comunitario se expresó con rotundidad cuando, hace un mes, abrió una investigación sobre el papel de TikTok en las pasadas elecciones en Rumania. Sobre el de Musk a través de X solo hay de momento genéricas declaraciones sobre la protección de la democracia europea. Aunque tampoco en esto estamos muy unidos. Algunos dirigentes se declaran muy próximos al empresario, otros esperan inversiones de Tesla y otros piden a la Comisión que no le tiemble la mano a la hora de aplicar la DSA.
Lo cierto es que las investigaciones preliminares lanzadas contra los gigantes numéricos Apple, Meta y X están en pausa, probablemente para esperar a las relaciones transaccionales que impondrá el nuevo inquilino de la Casa Blanca, condicionando el uso del poder regulador de la UE. Ese poder regulador al estilo del mushy energy que caracterizaba a la UE está moribundo. Y será difícil de aplicar si los europeos miran para otro lado cuando se trata de Musk-Trump. Frente a los darwinistas como Trump o Putin —que solo creen en la supervivencia de los más fuertes—, a Europa solo le cabe más firmeza y, para ello, más unidad. Tanto en lo tecnológico como en lo militar.