Este artículo forma parte de la revista ‘TintaLibre’ de enero. Los lectores que deseen suscribirse a EL PAÍS conjuntamente con ‘TintaLibre’ pueden hacerlo a través de este enlace. Los ya suscriptoras deben consultar la oferta en suscripciones@elpais.es o 914 400 135.
Aunque solo sea por una serie tan perturbadora y perfecta como Querer y una película tan calculadamente ambigua como Casa en flames, dirigida la primera por Alauda Ruiz de Azúa y la segunda por Dani de la Orden, Eduard Solà se ha consagrado como uno de los nombres mayores del cine español de los últimos tiempos. Su enigmático tempo narrativo, su sutileza verbal, su don para la elipsis y su aptitud para la alusión sin señalamiento nos invitaron a preguntarle por alguno de sus secretos como profesional, y este espléndido y franco cuento es lo que nos ha contado el guionista.
Me preguntan cómo hago lo que hago y no tengo respuesta alguna que ofrecer. Hace años que me dedico a esto de escribir guiones para cine y televisión y todavía no sé cómo se hace. Quizás nunca lo sepa. Al parecer, cuando period crío no me contaban historias para irme a dormir, sino para despertarme. La diferencia es interesante. Las historias no me acompañaban en el sueño sino en la vida. Cube mi padre que de hacerlo como todos —para dormirme— conseguía lo contrario, tenerme en vela. Cube que, al empezar él el cuento a las siete y pico de la mañana notaba cómo mis oídos se despertaban primero y yo tras ellos, casi como una víctima de mi propio interés por lo narrado. Cree mi padre que yo tenía “algo especial”, pero la verdad es que ese “algo” lo tienen las historias. Todavía no éramos humanos que ya nos las contábamos y aquí seguimos, miles de años después, fascinados ante ellas. Ante tal evidencia incuestionable me pregunto cuándo descubrimos que la mentira también valía como historia, que la fantasía también nos cuenta, que la ficción es también una forma de contarnos la verdad.
Todavía no éramos humanos que ya nos las contábamos y aquí seguimos, miles de años después, fascinados ante ellas. Ante tal evidencia incuestionable me pregunto cuándo descubrimos que la mentira también valía como historia, que la fantasía también nos cuenta, que la ficción es también una forma de contarnos la verdad
Hace años que me obsesiona el concepto de ficcialidad. La ficcialidad es la relación entre la ficción y la realidad y lo maravilloso de esta relación es que es bidireccional: la ficción vive de la realidad para construirse, pero la realidad también se construye mediante la ficción. ¿Serían las monarquías europeas tan aceptadas entre el pueblo si no existieran las princesas Disney? La ficción nos enseña a mirar el mundo, a comprenderlo, a interpretarlo. Funciona como guía. Por eso, a mi entender, esto de contar historias tiene cierta trascendencia. Es cierto que quienes las contamos no salvamos vidas, pero sí tenemos que ir con cuidado con lo que decimos y dejamos de decir. En uno de los últimos informes ODA del Observatorio de la Diversidad en los Medios Audiovisuales se indica que el 92,4% de los personajes de la ficción española son blancos. Parece que desde el cine y la tele estamos obstinados en decirle al mundo que lo regular y recurring es ser blanco. Cuando salgo a la calle, sin embargo, veo muchísima más diversidad. Que en nuestra ficción casi solo haya blancos tiene una incidencia directa en la vida de las personas racializadas, que son automáticamente interpretadas como una anomalía, a pesar de no ser así —tampoco— a nivel cuantitativo. Creo necesario que los creadores generen sus historias libres de cualquier responsabilidad para con el mundo, pero me parece una insensatez crear de espaldas a él, pensando que lo que hacemos no tiene incidencia alguna sobre nada. Hagamos lo que nos dé la gana en nuestras mentiras, pero admitamos que con ellas estamos articulando las verdades que nos rodean. Un servidor este año ha estrenado la serie Querer (dirigida por Alauda Ruiz de Azúa, coescrita junto a ella y Júlia de Paz) y me consta que con ella hemos motivado cientos de conversaciones sobre el consentimiento. No sé exactamente qué pasará con estas conversaciones, pero no es una locura pensar que habrán cambiado la forma de relacionarse sexualmente de —al menos— algunas parejas que conozco. En un ámbito muy distinto, después del estreno de Casa en flames (dirigida por Dani de la Orden) me ha escrito mucha gente diciendo que, al salir del cine, han llamado a sus madres para preguntarles cómo están. Montse, interpretada por Emma Vilarasau, es un personaje de ficción, no existe, no es de verdad… pero esas llamadas a esas madres sí lo son.
Me consta que con Querer hemos motivado cientos de conversaciones sobre el consentimiento. No sé exactamente qué pasará con estas conversaciones, pero no es una locura pensar que habrán cambiado la forma de relacionarse sexualmente de —al menos— algunas parejas que conozco. En un ámbito muy distinto, después del estreno de Casa en flames me ha escrito mucha gente diciendo que, al salir del cine, han llamado a sus madres para preguntarles cómo están
Ser consciente de mi responsabilidad como guionista en la construcción del mundo es igual de sensato que conocer los límites de mi reducida influencia. La ficción que yo pueda escribir incide en la realidad, pero no olvidemos que, al fin y al cabo, la historia en cuestión que traigo entre manos no es más que un grano de area en el desierto. También el guion en sí mismo lo es en la construcción de una película. Cualquier audiovisual está hecho a partir de infinitas decisiones que trascienden el guion. También de cientos de personas que las toman. De decenas de despertadores que suenan a las seis de la mañana para poderse ejecutar. Es importante, a mi parecer, reivindicar a los guionistas, pero tampoco nos vengamos muy arriba. El cine —y las collection— son en colectivo o no son.
Estos últimos meses me he hartado de decir por activa y por pasiva que tan solo soy un artesano. Lo creo de verdad. Estoy lejos de ser un artista. No tengo la más mínima intención de serlo. A mí me llaman, me cuentan una thought, quizás me prestan algún libro, y me preguntan si querría desarrollarla o adaptarlo. Y qué maravilla de trabajo. Cuál carpintero, con sus maderas y sus sierras, yo trabajo con acciones y diálogos, con tramas, con personajes, con emociones, al fin y al cabo. El símil con el carpintero me gusta especialmente por aquello de hacer mesas: todo el mundo come en una mesa y todo el mundo se siente capaz de hacerse la suya. Al fin y al cabo no es tan difícil; una tabla y cuatro patas. La gente se va al Leroy Merlin, compra cuatro maderas y se hace su mesa para la terraza sin demasiada dificultad. Los problemas vienen después, cuando al cabo de tres días la mesa baila, cuando el sol escarcha la tabla, cuando la lluvia pudre cada una de las patas. Y esto, a un carpintero, no le pasa. Todo el mundo se cree que sabe hacer mesas, igual que todo el mundo se cree que sabe escribir guiones. Estamos rodeados de tantas ficciones que no debe ser tan difícil escribir una, ¿no? No sé si un servidor sabe escribir un buen guion, pero me esfuerzo en conocer mi oficio y mis herramientas para hacer la mejor mesa posible.
Algunos piensan que esta condición de artesano, de guionista, de encargo, me distancia de lo que escribo. Pudiera parecer que el carpintero toma sus decisiones en función única y exclusivamente de las necesidades de su cliente, pero ese carpintero es indisociable de su propio gusto, sus valores, su experiencia… y eso es algo innegablemente subjetivo. Todos y cada uno de los guiones que he escrito están atravesados por mi propia existencia. Es absurdo pensar lo contrario. No sabría cómo hacerlo para construir una madre como la de Casa en flames sin que fuera mi madre. Tampoco una madre como la que interpreta Najwa Nimri en La virgen roja, aunque sean muy distantes entre sí.
Es interesante comprobar cómo —a pesar de las rígidas convenciones— cada guion emana el espíritu de su autor. Los hay más poéticos, más racionales, más progres, más clásicos… Cuando estudiaba guion creía que esconder nuestra personalidad formaba parte de nuestro trabajo. A día de hoy, sé que es imposible
Esta ineludible relación entre las historias que escribimos y las personas que las escriben se traslada, también, a la forma de los escritos. Es sabido que los guiones tienen una forma muy concreta (os invito a buscar alguno por web si no la conocéis). La escritura de los guiones está regida por unas fórmulas que intentan hacer más sencilla la producción. Con este objetivo existen los encabezados que indican noche o día o, por ejemplo, ponemos el nombre de los personajes en mayúsculas (así es más fácil saber qué personajes están en cada escena con un easy vistazo). Aun así, y recuperando la thought que antes defendía, es interesante comprobar cómo —a pesar de las rígidas convenciones— cada guion emana el espíritu de su autor. Los hay más poéticos, más racionales, más progres, más clásicos… Cuando estudiaba guion creía que esconder nuestra personalidad formaba parte de nuestro trabajo. A día de hoy, sé que es imposible.
Decía al comienzo de estas líneas que no sé cómo hago lo que hago. Lo que sí sé es que sigo queriendo dormirme en silencio y despertarme a golpe de historias.