¿Cómo podemos protegernos de un Gobierno que dirige su acción contra la ley? ¿Ofrece una mayoría electoral la legitimidad suficiente para impulsar políticas contrarias a la legislación orgánica de un país? ¿No generan las leyes unos derechos públicos exigibles al poder político? ¿No tienen nada que decir los jueces cuando los poderes ejecutivos violan aquellos derechos de forma evidente? La reciente Ley Orgánica del Sistema Universitario (LOSU) reconoce en su preámbulo la insuficiente financiación pública de las Universidades, que puede poner en peligro su sostenibilidad. En este sentido, exige un compromiso de alcanzar el 1% del PIB como punto de partida de niveles adecuados de financiación. No olvidemos que los países de la OCDE dedican media el 1,4%. La Comunidad de Madrid tiene un PIB de 168.913 millones y, sin embargo, prevé un presupuesto universitario de 1.122 millones. Para cumplir con las previsiones de la ley, la Comunidad tendría que poner encima de la mesa 567 millones. Ofrece exactamente el 1% de esa cantidad, 5 millones.
Alcanzar el 1% del PIB no es una opción de los poderes públicos. La ley establece de que las administraciones “deberán” hacerlo. Así lo cube el artículo 155.2 de la Ley Orgánica 2/2006, que vincula a las comunidades autónomas a este objetivo. ¿No pasa nada si un poder público se niega a cumplir sus obligaciones? ¿Qué tipo de Estado de derecho sería este? ¿Comprendemos ahora la funcionalidad del ruido, de esa guerra absoluta de confusión decretada en los estados mayores de algunos partidos? Ofrece la coartada para incumplir la ley a discreción, para no sentirse vinculados a nada. ¿Comprendemos la necesidad que tienen esos partidos de luchar contra la Unión Europea? En realidad, quieren separarnos de un sistema de garantías jurídicas que ellos no controlan. Quieren tener las manos completamente libres.
Lo más increíble de todo es que el Gobierno de la señora Ayuso se inspira en el preferrred del gran Madrid como metrópolis de la cultura hispana. Su Gobierno, al menos en parte, es plenamente consciente de que eso no se puede hacer sin una universidad de prestigio. Es algo que supo desde hace 80 años México, y por eso construyó su UNAM, la clave de su indiscutible liderazgo en el mundo hispano. Ese prestigio es algo que las universidades públicas madrileñas —y en realidad la mayoría de las españolas—, con un trabajo paciente, voluntarista, continuado, con una productividad inmejorable, han logrado en el último medio siglo. Hoy, muchos europeos e hispanoamericanos miran hacia España. Nuestros programas de doctorados se llenan de los amigos latinos, nuestros departamentos reciben como pares a los mejores académicos del mundo. Estamos en la conversación mundial de la ciencia en todas las especialidades.
Y he aquí que Ayuso, que, según sus declaraciones, quiere hacer de Madrid una gran región metropolitana, atenta contra uno de los elementos centrales de ese proyecto, y posiblemente el único que, junto con la estructura museística de Madrid, ha alcanzado dimensiones mundiales. Ataca de forma humillante a sus propios administrados, devaluando sus títulos y despreciando su trabajo, en un gesto inaudito, pues implica un atentado a las posibilidades laborales de los egresados. Cuando quien debe proteger a las universidades descalifica sus títulos, disminuye gravemente las posibilidades laborales de decenas de miles de egresados, que ven reducido su prestigio profesional. ¿Puede ser tolerada tal arbitrariedad política? ¿No hay protección jurídica contra este gesto?
Lo peor de todo es que nada de eso le es necesario al programa de la señora Ayuso. Madrid no será lo que ella cube que debe ser sin sus universidades públicas. No cumplirá jamás ese programa si su forma de relacionarse con la Universidad es ideológica. Vean su discurso en la Universidad de los Andes, de Chile, una institución fuertemente vinculada a una corporación religiosa. El proyecto de una crimson internacional de universidades de excelencia en español que presentó no cristalizará sobre bases tan estrechas, sesgadas y arbitrarias como ella expuso. No hay ningún motivo profundo por el cual las universidades públicas madrileñas no puedan colaborar en un proyecto que haga del español una lengua científica y, si ese programa es sincero, nada debería impedir la cooperación de todos los actores.
Por supuesto que las universidades necesitan reformas, disciplina presupuestaria y disponer de una administración más eficaz, disminuyendo su burocracia interna. Pero no hay razón alguna para la hostilidad que muestra Ayuso, salvo una politización extrema de la mirada que hace injusticia a la pluralidad democrática que la universidad pública acoge en su seno, sin que eso estorbe a la más estrecha cooperación científica.
El poder de la Comunidad de Madrid no necesita ser sectario. La oposición que tiene en la Asamblea siempre estará dispuesta a cooperar en la búsqueda del bien común. Ayuso no puede alabar a Madrid como el lugar más libre del mundo y actuar desde el imaginario fantasioso de que alguien desea convertir a España en la Venezuela de Nicolás Maduro. Pero tampoco podemos asumir que nuestro ambiente político esté dominado por las percepciones de los que tuvieron que exiliarse por regímenes injustos y dictatoriales.
Si Díaz Ayuso quiere tomarse en serio su propio discurso, y no convertirlo en una débil pantalla ideológica, tiene que llegar a un pacto con las universidades públicas. Pues tiene que saber que no son sustituibles. En realidad, son también la mejor garantía para que no existan Maduros entre nosotros. La universidad no será jamás una institución viable si está movida por el mero afán de lucro o por un imperativo ideológico sectario. Ambas cosas son incompatibles con la inteligencia. Y ¿qué es una universidad sin inteligencia libre?