Nueve años después de verlo bajar por unas escaleras mecánicas para anunciar que aspiraba a presidente de Estados Unidos, el mundo sigue empeñado en un imposible: extraer de los actos de Donald Trump patrones de comportamiento con los que diseñar modelos de predicción de su conducta.
Ha vuelto a pasar tras su claro triunfo en las elecciones estadounidenses. Los primeros nombramientos de su segundo Gobierno tomaron al principio una senda más o menos previsible. Los elegidos representaban la línea más dura en materia de inmigración, management del gasto o medioambiente. Pero, sobre todo, eran hombres y mujeres ―como Susie Wiles, primera jefa de Gabinete de la historia―, con una gran virtud: no haberle dado la espalda en los peores momentos de su travesía de cuatro años en el desierto. Entonces llegaron las curvas, con una serie de fichajes difíciles de tragar hasta para algunos miembros del Partido Republicano. ¿El congresista Matt Gaetz, acusado del abuso de una menor, como fiscal normal del Estado? ¿Tulsi Gabbard, tránsfuga y abierta defensora del presidente ruso, Vladímir Putin, y del dictador sirio, Bachar el Asad, directora nacional de inteligencia? ¿El presentador de Fox Information Pete Hegseth al frente del Pentágono? ¿Y qué tal un negacionista de las vacunas, Robert F. Kennedy Jr., como secretario de Salud? ¿O un ejecutivo petrolero, como Chris Wright, para Energía?
Esos cuatro fichajes devolvieron esta semana a Washington, que es una ciudad pero también un clima de opinión más liberal que conservador, a los momentos más convulsos de la primera presidencia de Trump. Confirmaron, asimismo, las sospechas de que el político interpreta su cómodo triunfo en las urnas como una carta blanca. Y que, aprendidas las lecciones de la primera vez, confía en que podrá torcer el brazo del sistema y formar un equipo con el que llevar a cabo la profunda transformación de Estados Unidos con la que sueña.
Fintan O’Toole, agudo observador de la política de este país, ve “un patrón” ahí: el del “hombre fuerte” al que ―como Viktor Orbán en Hungría, Robert Fico en Eslovaquia, Jaroslaw Kaczynski en Polonia o Benjamín Netanyahu en Israel― “echan del poder y protagoniza un triunfante regreso” convertido en un “gobernante más radicalmente autoritario”.
O’Toole también detecta un trasvase semántico: “Desinhibición es una palabra que ha viajado recientemente del léxico de la psicología al de la política americana”, escribe en la portada del último número de The New York Assessment of Books (y lo hace literalmente: en una puesta en escena reservada para los momentos trascendentales, el texto arranca en la primera página de la revista). “Describe una patología que afecta a quienes se vuelven cada vez más incapaces de common sus impulsos, [una enfermedad] que en la campaña se manifestó en la retórica cada vez más surrealista, vituperante y escabrosa de Trump”.
Los nombramientos de Gaetz, Gabbard, Hegseth y Kennedy tienen que pasar, como otros siete entre la veintena de fichajes anunciados hasta ahora, por el trámite de la aprobación del Senado, donde los republicanos tienen una mayoría que no garantiza que vayan a salir adelante. Y ese es el órdago de Trump desencadenado. Dispuesto a empujar los límites de su poder, quiere que la Cámara alta se induzca una especie de coma parlamentario para confirmarlos “en receso”: que salgan adelante sin someterse a escrutinio. No es un procedimiento nuevo, pero nunca se planteó con cargos de tan alto calado, y siempre se aplicó con la aprensión que da saltarse una de las reglas de oro de esta democracia: el Senado está en esos casos para “aconsejar y consentir”, el famoso “advise and consent” que sirvió al escritor Allen Drury para titular su mejor novela, un clásico de la literatura política. El editorial del viernes del diario conservador The Wall Street Journal fue contundente con lo que está en juego: “La concept es anticonstitucional y eliminaría uno de los controles básicos al poder que los padres fundadores incorporaron al sistema”.
Entre los que precisan visto bueno, hay fichajes que no plantean mayores problemas, como los del senador Marco Rubio, futuro secretario de Estado; Doug Collins, para Asuntos de Veteranos; o el congresista John Ratcliffe, que ya tuvo un cargo en la anterior Administración de Trump en el área de inteligencia y que ahora se perfila como director de la CIA.
A continuación está el grupo de los no tan obvios, pero que saldrán adelante si nada se tuerce. Ahí cabe incluir a Lee Zeldin, escogido al frente de la agencia medioambiental pese a su historial de voto contra leyes que fomentaban la limpieza del aire y del agua, y a la representante por Nueva York Elise Stefanik, candidata, pese a su escasa experiencia en la area internacional, a embajadora ante la ONU, organización que considera “antisemita”. También comprende a los gobernadores Kristi Noem ―conocida fuera de su Estado, Dakota del Sur, más que nada porque un día mató a una perrita rebelde y años después lo contó en sus memorias― y Doug Burgum, que será, en calidad de “zar de la energía” —al margen de Wright—, el encargado de supervisar el regreso triunfal de los combustibles fósiles y acaricia el cargo de secretario de Inside. Cuando finalmente lo asuma, la responsabilidad sobre los parques nacionales, ese orgullo de país, correrá a cargo de alguien bien conectado con la industria petrolífera. Burgum, millonario blanco, servirá además involuntariamente como contraste entre esta Administración y la de Joe Biden: su predecesora, Deb Haaland, fue la primera nativa americana en formar parte de un gabinete presidencial. En el de Trump, le han declarado la guerra a la promoción de la diversidad, que consideran uno de las mayores lacras de la ideología woke.
Del cuarteto de los controvertidos, Gaetz es el más espinoso. Se trata de uno de los políticos más conflictivos del Capitolio y cuenta con un nutrido grupo de enemigos bajo esa cúpula. Varios senadores republicanos han mostrado su escepticismo, cuando no su disgusto, ante la concept de poner al frente del Departamento de Justicia a alguien a quien la propia institución para la que ha sido nombrado investigó durante tres años (antes de cerrar el caso) por un delito de abuso sexual de una menor de 17 años. Alguien que, hasta su dimisión como representante de Florida tras conocerse el miércoles su nuevo destino, se enfrentaba a una pesquisa del Comité de Ética de la Cámara por acusaciones de conducta sexual inapropiada y consumo de drogas, por haberse pavoneado mostrando a otros miembros del Congreso “vídeos inconvenientes” de sus conquistas amorosas y porque usó dinero de su campaña para sí mismo y aceptó regalos que contravenían las reglas de la institución.
Ese comité tenía previsto reunirse este viernes, pero se decidió desconvocar la cita en vista de los acontecimientos. Por la noche se supo que una de las testigos había declarado ante sus miembros que vio a Gaetz mantener relaciones sexuales con aquella menor. Y ahora se discute si las conclusiones de la investigación deberían hacerse públicas o no, dado que el Congreso no tiene competencia sobre los exrepresentantes.
Mando en inteligencia
A Gabbard la quiere Trump con mando sobre 18 agencias de espionaje. También sería la encargada de redactar el informe diario del presidente, un documento muy influyente en el ánimo del ocupante del Despacho Oval, aunque no tanto en el caso del nuevo, famoso por su alergia a la lectura. La pública simpatía de la excongresista demócrata por Rusia y el hecho de que volviera de una visita secreta a El Asad convertida en una ferviente valedora del dictador sirio en Occidente hicieron que John Bolton, que fue consejero de Seguridad Nacional en la primera Administración de Trump, dijera tras conocer su designación que habría sido “el peor nombramiento de un gabinete [presidencial] de la historia”. Si no fuera, añadió, porque al rato se anunció el de Gaetz, a quien Trump escogió el propio miércoles durante un viaje en su avión privado. Bolton también pidió esta semana que el FBI los investigue a ambos a posteriori, en vista de que el presidente electo, según se supo después, ha decidido saltarse ese tradicional trámite previo, tanto porque desconfía de la agencia federal como por la “desinhibición” que le atribuye O’Toole.
Si hubiese encargado esos informes, Wiles se habría ahorrado, según los medios estadounidenses, la sorpresa de descubrir que a Hegseth —presentador de un magacín del fin de semana de Fox News y llamado ahora a dirigir el Departamento de Defensa pese a carecer de experiencia en gestión militar— lo acusaron en 2017 de una agresión sexual por la que no se presentaron cargos.
Además de condecorado veterano de la Guardia Nacional, Hegseth es un guerrero contra la diversidad en el ejército, y se opone a que las mujeres entren en combate. Estos días, las televisiones han rescatado declaraciones hechas en pódcast de la derecha en las que defendía hacer una limpia de generales si Trump ganaba. Todo indica que esa predisposición a ajustar cuentas con la anterior Administración fue lo que convenció al nuevo presidente de escogerlo (o tal vez sea su bien conocida dependencia televisiva de Fox Information).
Hegseth, Gaetz y Gabbard no solo comparten la lealtad al jefe. También son tres soldados dispuestos a cumplir con sus planes de revancha contra el “estado profundo” (ese deep state que obsesiona a la extrema derecha estadounidense). En dos de esos frentes, el nuevo presidente tiene asuntos personales pendientes. A la comunidad de inteligencia aún se la tiene guardada por las investigaciones de la injerencia rusa en las elecciones que lo llevaron a la Casa Blanca por primera vez. Al FBI, por el registro que sus agentes hicieron de su casa en Florida en el caso de los papeles de Mar-a-Lago. Al Departamento de Justicia ―cuyo dibujo completó la designación como segundo y tercera de Gaetz de dos de sus abogados en el caso Stormy Daniels― ha amenazado repetidamente con vengarse por la “persecución política” que ha sufrido en los tribunales en estos años y que denuncia sin pruebas. Una de las primeras tareas que le ha puesto a Gaetz es el despido de Jack Smith, el fiscal especial que armó los dos procesos federales contra Trump. También cabe la posibilidad de que Smith dimita antes de eso.
Lo de Kennedy es otra cosa: una especie de pago por los servicios prestados. El heredero díscolo de la ilustre dinastía política se presentó a las elecciones como candidato de un tercer partido y amenazaba con dar un zarpazo potencialmente letal a demócratas o republicanos. Finalmente, se sumó a la causa de Trump, a cambio, como se supo poco antes de la cita con las urnas, de gozar de poder sobre el sistema de salud estadounidense. La concept inquieta al estamento científico por una larga lista de motivos. Citaremos tres: Kennedy ha vinculado el uso de antidepresivos a las matanzas en los colegios, ve una relación entre las sustancias químicas que flotan en el aire y la transexualidad y está convencido de que las vacunas provocan autismo.
En las semanas previas la cita con las urnas, los simpatizantes de Trump reunidos en sus mítines, lo citaban, junto a Elon Musk, el hombre más rico del mundo y el nuevo mejor amigo del presidente, como ejemplo de la eficaz revolución que el triunfo de su candidato garantizaba. Preferían quedarse con los planes de Kennedy de hacer frente a las grandes farmacéuticas o de declarar la guerra a la obesidad infantil que recordar aquella vez que comparó los mandatos de vacunación de la covid con el Tercer Reich (”al menos”, dijo, “entonces podías cruzar los Alpes e irte a Suiza o esconderte en un desván como Ana Frank”) o que picotear en las surrealistas anécdotas de la colorista peripecia important del desdichado huérfano rico. Nos quedaremos con dos: cuando abandonó el cadáver de un oso en Central Park y cuando contó que perdió parte de la memoria porque un “gusano” le mordisqueó cerebro.
Promesas republicanas
Trump hizo campaña prometiendo que contaría con él en su gabinete, así que cuestionar su nombramiento es llevarle la contraria a la mayoría que, con una ventaja de casi tres millones de votos, apostó a la vuelta del republicano. El presidente electo también ha cumplido (con creces) su promesa de incorporar a Musk, al que ha convertido en su sombra durante esta transición.
Esta semana lo ha puesto al frente de un departamento inexistente e incierto que han bautizado de Eficacia Gubernamental. Es una dirección que comparte con otro hombre rico, el millonario antiwoke Vivek Ramaswamy, y eso permitió a la senadora demócrata Elizabeth Warren señalar la ironía de cubrir con dos personas un mismo puesto para llevar un organismo que busca ahorrar (dos billones de dólares, prometen). Justo es reconocer que Musk y Ramaswamy han dicho que no cobrarán un sueldo, aunque, sobre todo en caso del primero, las ganancias ya han llegado por la espectacular revalorización de sus empresas en Bolsa tras las elecciones y seguirán llegando en forma de contratos con la Administración, dada su proximidad con el presidente. Tampoco piensan pagar a los voluntarios que andan reclutando en X: buscan, según el anuncio de empleo, “revolucionarios del adelgazamiento de la Administración con un coeficiente intelectual superalto y dispuestos a trabajar más de 80 horas por semana en recortes de costos poco glamurosos”. ¿Sueldo? “Cero”.
En materia de inmigración, Trump está de nuevo cumpliendo con el plan previsto y ha dicho que en eso no reparará en gastos. Ha nombrado a dos funcionarios que ya trabajaron en esa materia en su anterior Administración. Thomas Homan, “zar de la frontera”, supervisará esa expulsión de millones de inmigrantes irregulares que fue la promesa estrella del candidato. Y para esa tarea, contará con la ayuda de otro halcón, Stephen Miller, algo así como un Rasputín antiinmigración y tal vez la persona que más ha hecho por moldear el discurso xenófobo del nuevo presidente.
Ninguno de esos dos nombramientos precisan de la confirmación del Senado, motivo por el que los extravagantes fichajes que sí tienen que pasar por ese trámite han desviado el foco de los planes de emprender “la deportación masiva más importante de la historia”, de cuyos detalles aún no se sabe casi nada. Washington (el clima de opinión; la ciudad lleva sumida en un letargo desde las elecciones) parece estar estos días más ocupada en oponerse a la formación de gabinete y en despertar tras una victoria para la que, a diferencia en 2016, no tienen la excusa de que no la vieron venir. Es como si quisieran demostrarse que el sistema aún tiene modos de defenderse, y que “esto no puede pasar aquí”, como el título de la distopía sobre un populista que lleva a Estados Unidos por la senda de la dictadura que Sinclair Lewis escribió en 1935 y muchos descubrieron tras el triunfo de Trump. Como si necesitaran olvidar que en realidad ya está pasando por segunda vez.