En 2020, Íñigo Errejón me propuso tomar algo y nos encontramos en la cafetería del Congreso. Supongo que lo que esperan que les cuente es que se comportó conmigo como Pajares y Esteso en Los liantes, pero el caso es que no: fue todo muy regular. Aquella tarde hablamos sobre el movimiento feminista y le expuse mis pegas teóricas y alguna vivencia. Le hablé de que, en parte por las inercias del feminismo hegemónico —el de las redes y las revistas—, había hecho cosas de las que luego me había arrepentido. Como insistirle a la dirección del medio en el que trabajaba para publicar testimonios anónimos de mujeres contra fotógrafos que, presuntamente, habían abusado de ellas.
Errejón me rebatió, así que hace un par de semanas, cuando supe de las acusaciones que se le imputaban, sentí ese pellizquito de soberbia propio de los te lo dije. Pronto dejó paso a la certeza de que esto no va solo de él, sino de la sociedad que queremos. ¿Deseamos acabar con la presunción de inocencia? ¿Queremos que se instaure una justicia paralela en redes y medios? ¿Es deseable —siquiera posible— impartir justicia a partir del “solo sí es sí”? ¿Es positivo que en una misma palabra (agresión) quepan el beso de Luis Rubiales y una violación grupal? ¿Celebrar una práctica inquisitorial —el señalamiento y la quema en plaza pública— no echa por tierra el trabajo de quienes consiguieron recursos y protocolos legales específicos para las víctimas de abusos? ¿Podemos llevarnos las manos a la cabeza con los bulos mientras publicamos denuncias de usuarios cuya identidad desconocemos? ¿El que lo private fuera político implicaba abolir la intimidad?
Salvo el de Elisa Mouliáa, que en comisaría dijo que no se opuso, pero que tampoco consintió a las interacciones sexuales que tuvo con él (aunque en declaraciones a los periodistas contó que, cuando le pidió que parara, paró), ninguno de los testimonios contra Errejón hablan de ausencia de consentimiento. Sí que hablan de otras ausencias: de empatía o vínculos, de la conciencia de que el otro no es un producto, incluso de humanidad. Pero comportarse como un cretino no es un delito. Y “las relaciones de mierda no son agresiones machistas”, como cube el colectivo Cantoneras. La mayoría de sus agraviadas cuentan que consintieron pero luego se sintieron vejadas, lo cual ratifica una tesis de Louise Perry: que, si bien la revolución sexual supuso una liberación para las mujeres, andando el tiempo nos ha hecho caer en otros yugos, como homologar nuestro deseo al masculino.
En Contra la revolución sexual, Perry defiende que el sexo se debe tomar en serio, que hombres y mujeres somos diferentes, que algunos deseos son malos o que el sexo sin amor no empodera. De acuerdo a su paradigma, tanto sus agraviadas como incluso Errejón estarían siendo víctimas —mártires, quizá— de la revolución sexual. Para muestra, un botón: muchas dicen que al tener sexo con él sentían que el político se estaba masturbando con sus cuerpos. Pero, ¿acaso no es el sexo desvinculado del afecto siempre una masturbación con el cuerpo del otro?
Cuando, en su auto de fe, Errejón se autoinculpó de haber llevado “una forma de vida neoliberal”, muchos lo acusaron de estar echando balones fuera. Ello no es incompatible con celebrar que por fin haya reconocido lo evidente: que el liberalprogresismo en el que milita es el proyecto cultural del capitalismo. Y que, como ocurre con la económica, la propuesta antropológica del liberalismo produce monstruos. Así que, Íñigo, en lo que a esto respecta, yo sí te creo.