A principios de siglo, España soñó con ser parte del G-7: 20 años después, en España se ha leído la expresión “Estado fallido”. No será una expresión ajustada, pero tampoco ha sido un desahogo inexplicable. En 1755, tras el terremoto de Lisboa, una pregunta recorrió Europa: ante esta catástrofe, ¿dónde estaba Dios? Ha pasado mucho tiempo desde entonces. Las esperanzas, en buena parte, se han inmanentizado. Pero la pregunta en Valencia también apelaba a la providencia que esperamos: ¿dónde está el Estado? Quizá no hablemos de un Estado fallido, pero sin duda nuestro Estado democrático ha sido humillado: hoy tenemos la tecnología para saber a qué hora llueve en la Malvarrosa y a qué hora llueve en Torrent, y sin embargo lo mejor que ha funcionado en la riada proviene de Primo de Rivera —las confederaciones hidrográficas— o, como el desvío del Turia, de un franquismo para más inri aún autárquico. Más humillación: podemos encarecer el ejemplo y el afecto de los Reyes en su visita a Paiporta; en los diarios del mundo, la lectura fue que por poco los españoles no se comen a su rey.