Las recientes elecciones estadounidenses se parecen más a las de 2016 de lo que a primera vista puede parecer. Cabe interpretarlas de tres modos: como la clásica alternancia de poder (lo que contradice la evidencia de que estamos ante cambios más significativos e impredecibles que el mero cambio de Gobierno), como un giro histórico (algo que sobrevalora la capacidad de los políticos para producir los resultados que anuncian, como el de “arreglarlo todo” proclamado por Trump en la campaña) o como unas elecciones que vuelven a recordarnos la existencia de viejos problemas, de las fracturas que atraviesan a la sociedad estadounidense, que deterioran su espacio público común y que condicionan una y otra vez su política. Soy partidario de esta última interpretación. Estas fracturas persistentes se manifiestan al menos en cuatro grandes asuntos: la ruptura de la comunicación entre las élites y la gente, la cultura cívica y populista del viejo jeffersonianismo, la transformación del capitalismo clásico y un cierto agotamiento del paradigma multicultural. Se da la paradoja de que el pueblo americano no ha elegido a quien podría sanar esas fracturas, sino al que con más habilidad las ha utilizado en su favor, pero esa es otra historia, que tiene que ver con que una decisión sea correcta y lo que ahora me interesa es tratar de entenderla.
Comencemos por el desconcierto de las élites, que obedece a las múltiples fragmentaciones de la sociedad estadounidense, intensificadas pero no creadas por las redes sociales, frente a lo que suele afirmarse. Más relevante que la desinformación es la incapacidad para hacerse con una información equilibrada y más importante que la verdad es la diversidad, sin la cual no hay acceso posible a la verdad. El resultado de todo ello es la creación de comunidades homogéneas de opinión en las que se realizan diversas formas de autosegregación psíquica e ideológica. Sin experiencias compartidas resulta imposible entenderse incluso desde el punto de vista cognitivo: hacerse cargo de los puntos de vista y malestares de los otros. Pensemos en esa minoría blanca que se siente amenazada por la inmigración y el comercio internacional o la experiencia de esa minoría civilizada que no sufre las amenazas de la precariedad y celebra la diversidad cultural que no le plantea ningún problema existencial sino que más bien multiplica sus posibilidades de oferta gastronómica o trabajadores más baratos.
La segunda fractura tiene que ver con la confrontación entre dos culturas políticas muy diferentes y presentes en el relato fundacional americano: la radical-plebeya del viejo jeffersonianismo, que exalta el trabajo, rechaza la burocracia y las intrigas del poder federal frente a la concepción hamiltoniana del poder centralizador y los grandes espacios. Hay mucha nostalgia en el deseo de mantener la cultura cívica republicana (que es una impostura cuando Trump se presenta como su defensor), pero también hay amplias capas de la sociedad americana que la añoran. En el imaginario cultural americano pervive el superb de la comunidad cívica que reposa sobre la ética particular person de sus miembros y la solidaridad con los cercanos (basta recordar algunas películas de Robert Altman o de Frank Capra), en contraste con los escándalos financieros, la administración burocrática y el trabajo deslocalizado o, simplemente, la inanidad de ciertas tareas tal y como se refleja en la serie televisiva The Workplace. Por supuesto que no deja de ser paradójico que quienes tienen éxito político en este mundo banal no sean aquellos mejor representan esa cultura cívica sino quienes mejor se aprovechan de su decadencia.
El tercer gran contraste que atraviesa a la sociedad americana es el que distingue al capitalismo industrial clásico del nuevo capitalismo digital. Buena parte de la sociedad no comprende la lógica de esta nueva economía que es vista como una amenaza y no cuadra con la lógica del trabajo materials. Es cierto que hay en todo ello una visión romántica del viejo mundo industrial, una consideración demasiado negativa de la globalización y una incomprensión de la economía del conocimiento, que no necesariamente equivale a especulación financiera. Pero en política es más importante cómo las cosas son percibidas que como realmente son. Conocemos los enormes costes que ha tenido en la historia el cierre proteccionista, pero también sabemos que se paga muy cara la desatención hacia las señales emitidas por la gente, su deseo de protección. Mientras no se consiga esto, habrá resistencias hacia los espacios abiertos para el comercio o la libre circulación de personas, unas resistencias en las que suelen mezclarse aspiraciones racionales y reacciones torpes, pero que no son nunca temores del todo infundados.
La cuarta cuestión conflictiva es la que se refiere a la diversidad cultural. En los últimos años, se ha criticado mucho a la izquierda por haber abandonado los combates redistributivos por cuestiones acerca de la identidad, de haber caído en una especie de histeria ethical en relación con la identidad racial, sexual y de género que habría distorsionado su mensaje e incapacitado para unificar la sociedad y gobernarla. No comparto esta crítica porque creo que las cuestiones redistributivas y de identidad están íntimamente vinculadas, además de que la movilización de los votantes blancos en favor de Trump sigue la lógica identitaria de un grupo supuestamente discriminado, es decir, que no estaría representando ninguna aspiración universalista. Pero es cierto que el discurso de las élites sobre la diversidad cultural puede ser hiriente para quienes conviven habitualmente con esa diversidad en sus aspectos menos idílicos. Existe un tipo de persona progresista que se siente cosmopolita y moralmente superior porque se eleva por encima de sus intereses, cuando en realidad sus intereses no están en juego y los que son sacrificados son los intereses de los otros, más vulnerables, más en contacto con las zonas de conflicto. La falta de credibilidad de tales discursos es lo que explica, por ejemplo, el voto republicano de tantos migrantes que tienen una visión completamente distinta de la realidad multicultural.
Cuanto más tiempo pierdan las élites liberales en lamentar la irracionalidad de estas reacciones, más lejos estarán de la verdadera tarea que tienen por delante: comprender las causas del malestar que ha propiciado el éxito de quien menos puede hacer para aliviarlo. Ahora no se trata de tener razón, sino de resultar convincente sin perderla. Tampoco es que la gente sea necesariamente más sabia que sus representantes, por lo que esa forma de elitismo invertido que es el populismo no representa ninguna solución. El problema de fondo es la falta de mundo común. Las soluciones solo se alumbrarán compartiendo experiencias, es decir, emociones y razones; si, en vez de seguir enfrentando las razones de los de arriba con las pulsiones de los de abajo, aquellos interpretan adecuadamente las irritaciones de estos, condición indispensable para que los irritados puedan confiar en las intenciones y capacidades de quienes les representan.