A finales del siglo XIX, al llegar a la isla de Tahití, Paul Gauguin quedó sorprendido por la cantidad de veces que, pese a encontrarse en una sociedad tan alejada de los cánones occidentales, debía contestar a preguntas muy parecidas a las que le planteaba su maestro de Religión en la escuela primaria. Tanto fue así que finalmente decidió utilizarlas, reformuladas en plural para que todos los pueblos del mundo, incluidos los gallegos de Siniestro Total, pudieran sentirse interpelados, y titular con ellas uno de sus cuadros fundamentales: “¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?”.
Sin conocer nuestra historia resulta imposible intentar siquiera contestar a estas preguntas. El análisis racional del pasado nos ayuda a situarnos en el mundo, a ser conscientes de que somos efímeros, pero formamos al mismo tiempo parte de una secuencia más amplia. Una secuencia que no es además una mera evolución lineal que deba asumirse acríticamente, porque nadie puede ni piensa modificar la historia, pero, como cantaba el poeta, encarnar el pasado no significa darlo por bueno.
Las conmemoraciones ofrecen una magnífica oportunidad para reflexionar colectivamente sobre todas estas cuestiones, y de hacerlo con la pluralidad de visiones e interpretaciones inherentes a cualquier sistema parlamentario y descentralizado. Resulta por tanto difícil de comprender, por su incoherencia, que los mismos que se llenan la boca con la necesidad de celebrar acontecimientos como la colonización de América, los centenarios de Isabel la Católica y la reconquista, se cierren en banda ante la oportunidad de conmemorar una reconquista mucho más cercana e igualmente decisiva, la reconquista de la democracia. En especial porque, lejos de ser una graciosa concesión, fue el resultado de la voluntad del pueblo español y de su negativa a aceptar la continuidad de cualquier forma de régimen autoritario tras la muerte del dictador, Francisco Franco, de la que se cumplirá medio siglo el próximo año.
Sería muy complicado poder valorar en su justa medida el sistema político del que disfrutamos si desconocemos su contexto de creación y no lo analizamos con algo de perspectiva. Y lo primero que salta a la vista es su contraste con una dictadura que siempre hizo bandera de la división de la comunidad nacional en vencedores y vencidos, provocó la muerte, el exilio o el ostracismo de aproximadamente la mitad de su comunidad educativa y científica —suprimiendo por decreto iniciativas como la Junta para Ampliación de Estudios, que formó y acogió a más de la mitad de los premios Nobel españoles— e hizo perder a la economía española más de dos décadas de innovación y desarrollo, dado que el PIB anterior a la Guerra Civil no se recuperó hasta mediados los años cincuenta. Nada que ver, por consiguiente, con ese régimen de “reconstrucción, progreso y reconciliación” con el que algunos caudillos de la desinformación pretenden seguir intoxicándonos.
Por añadidura, la conmemoración de la muerte de Franco va a tener lugar en cualquier caso, con independencia de lo que nosotros mismos decidamos. La fuerza simbólica de la Guerra Civil y el legado del exilio republicano forman parte de la educación sentimental de varias generaciones europeas y americanas, para las que contemplar e incluso participar en la lucha antifranquista de los años finales de la dictadura fue toda una escuela de formación en la cultura política del compromiso y la democracia. Es algo demasiado importante como para que las productoras, editoriales, autores e instituciones extranjeras dejen pasar la ocasión. La mirada del otro es valiosa y necesaria, pero, ¿de verdad queremos que las únicas visiones sobre la muerte del dictador y su recuerdo sean las que ya están preparando ARTE, ZDF o The New Yorker? Cabría preguntarse si no se resentiría la imagen nacional, si no volvería la basura del “España es diferente” y se deduciría que no disponemos de la madurez suficiente como para abordar un pasado incómodo, cualidad que se considera un indicador imprescindible para todos aquellos países que aspiran a tener una voz propia en el concierto internacional, académico pero también político y diplomático.
Como recuerdo yo y recuerdan muchos otros, el riesgo es que volviera a repetirse la situación de los años ochenta, cuando el Gobierno —también socialista y también acusado de dividir España, aunque sus protagonistas hoy se empeñen en olvidarlo— consideró, acobardado, que “una guerra civil no es un acontecimiento conmemorable”. Pero, sobre todo, no me gustaría que los chavales tuvieran que volver a preguntar a sus padres por qué la única serie sobre el conflicto que podía verse en TVE period una producción británica. Concretamente a cargo de Granada TV, en la que participaron historiadores españoles como Javier Tusell, pero cuya iniciativa correspondía a los hispanistas. Precisamente uno de ellos, Ronald Fraser, había ya señalado el camino de la memoria democrática con una obra que daba voz por primera vez a los vencidos, de la mano de los versos de uno de ellos, que dan título igualmente a esta tribuna. Se trata del poeta sevillano Luis Cernuda, al que José María Aznar gustaba de citar, aunque él no quiera recordarlo y a otros muchos les convenga olvidarlo.